miércoles, 29 de octubre de 2008

...Y nos estamos haciendo viejos



Cómo pasa el tiempo! No hace nada que entré en la Orden y ya pasaron 20 años. Definitivamente, me estoy haciendo viejo, nos estamos haciendo viejos. Durante mucho tiempo he venido leyendo y escuchando esta afirmación, algunas veces con un claro acento pesimista; otras, con el definido acento del reto que experimenta alguien que se siente urgido a hacer algo. ¿Podemos, sin embargo, hacer algo para no envejecer? La sociedad globalizada insiste cada vez más en el recurso a los métodos para disimular la vejez, pero se trata sólo de eso: disimulos que no logran detener la lenta pero inexorable caída de las hojas del calendario. Los viejos tintes de cabello para disimular las canas han dado paso a las cada vez más sofisticadas cirugías plásticas, pero el paso del tiempo no lo detiene nadie y, para no asumirlo de manera fatalista, sólo nos queda asumirlo como un tiempo de gracia. La vejez es un don de Dios. Al menos así lo reconocieron los judíos, que veían en una vida larga una verdadera bendición de Dios. Los griegos, aunque desde otra perspectiva, también vieron en la vejez la posibilidad de mantener vivo en el presente los sucesos del pasado. Sólo la época presente ha enarbolado la inhumana bandera de decir que los viejos no sirven para nada. No es extraño que así sea, toda vez que producción y productividad, compra, venta y consumo son los parámetros que rigen hasta las más elementales relaciones humanas. Europa parece que ha sabido disimular muy bien el asunto, creando para los ancianos verdaderos paraísos que no por ello dejan de ser lugares de confinamiento y exclusión. América, por su parte, sin mucha historia que contar, es escenario donde los ancianos son sometidos a situaciones infrahumanas. ¿Y cómo se vive el asunto de la vejez y de la ancianidad en la Orden? La Orden es un mundo y, como tal, tiene para todo y para todos. Con frecuencia he escuchado y leído cosas como “conflictos generacionales”, “dificultad de vivir con ancianos”, “necesidad de crear comunidades plurales”… ¡Y hasta tuvimos un Maestro de la Orden que escribió sobre la “primera asignación”! El lugar de los ancianos en la Orden, sin embargo, es un tema que debe tratarse con sinceridad y con honestidad. Este es un asunto donde la crudeza de la realidad no debe ser ocasión para caer en la trampa de los eufemismos y el disimulo de la verdad. En una ocasión tuve la oportunidad de vivir en un Convento donde la cantidad de ancianos era considerable. En ese Convento comprobé que la ancianidad es un hecho que reviste una profunda pluralidad en su vivencia. Me encontré desde los ancianos que se resistían a su ancianidad hasta los ancianos que esperan la muerte con verdadera ansiedad. No es extraño que se dé esta pluralidad de formas de vivir la ancianidad, pues ello tiene mucho que ver con la singularidad propia del ser humano. Pero de aquella experiencia algo me quedó claro: no podemos esconder a nuestros ancianos y mucho menos podemos ceder a la tentación de confinarlos a la exclusión, siguiéndole así el juego a la sociedad de consumo, de la producción y de la productividad. ¿Cuántas lecciones nos pueden dar nuestros ancianos? ¡Muchas, por cierto! Nuestros ancianos nos pueden enseñar desde la magistral lección de la fidelidad a pesar del paso de los años y de las circunstancias, hasta la también magistral lección de cómo no vivir la ancianidad cuando nos toque. ¿Claves para vivir con ancianos? El sólo hecho de intentar darlas sería de suyo irrespetuoso, pero creo que no podemos negar un hecho fundamental: para vivir con los ancianos hay que situarse desde una perspectiva que destaque con profundidad un gran sentido de humanidad y un sentido profundo de fe que nos ubique en las claves esenciales del Evangelio. El sentido de humanidad y el sentido de la fe permitirá a los que no somos tan viejos darnos cuenta de que es mucho lo que debemos aprender de nuestros ancianos y que es mucho lo que logramos con paciencia, con tolerancia y con la sabia actitud de saber llevar la corriente de manera prudente y oportuna, sin que llegue a faltar el sentido del humor. ¿Llegaremos a ser ancianos los que hoy no lo somos? ¡Quién sabe! ¿Cómo seremos si llegamos a ser ancianos? ¡No lo sabemos! Pero existe la posibilidad de que seamos peores que aquellos a quienes ahora, siendo ancianos, los asumimos como inaguantables. Dios y el Prior Provincial nos libren de vivir en una comunidad donde no haya un anciano que nos recuerde, al menos, que no debemos dar voces después de las 8:00 de la noche y que existe algo que llaman “fidelidad a prueba de fuego”… ¡Qué bueno fue haber vivido con el Padre Teodoro González en San Cristóbal! ¡Qué bueno fue observar al Padre Jesús Gómez Liquete hace dos años, también en San Cristóbal!

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