El
núcleo duro del catolicismo caraqueño se reúne en la Catedral todos los
Jueves Santos en la mañana para la Misa Crismal. Es probablemente la
celebración menos conocida de la Semana Santa y por eso sólo van los más
enterados. La concelebran todos los párrocos de la ciudad, junto con el
Nuncio, los Obispos Auxiliares y el Cardenal, que es quien la preside.
En ninguna otra misa se reúnen tantos sacerdotes (al menos uno por cada
templo de la ciudad). Es la gran asamblea del clero. Dado que por cada
parroquia va una representación de fieles, es usual que la Catedral se
desborde. Este jueves no fue la excepción y a eso de las 8:30 ya se
encontraba repleta. Sólo el pasillo central, por donde entran en
procesión los sacerdotes, estaba libre. De resto, no cabía un alma.
A diferencia de otras misas, en la Crismal los fieles participan con fervor. Saben cuando pararse, sentarse y arrodillarse, responden fuerte y correctamente, y dejan los pulmones en cada canto. Además, le ponen atención a la homilía, que ya es mucho decir.
Con la casulla dorada de las grandes fiestas, el palio de Arzobispo y el solideo rojo, Urosa disertaba en su homilía sobre las responsabildades que tienen los sacerdotes. Y de repente hizo un viraje, uno de sus típicos giros bruscos: "Es importante que procuremos presentar a Cristo como lo que es: Dios y hombre verdadero, inigualable e irrepetible", dijo a los sacerdotes. El énfasis lo puso en esas dos últimas palabras, que pronunció, casi, sílaba por sílaba.
"No podemos negociar, diluir esa verdad esplendorosa -continuó-. Cristo es la verdad encarnada, y por eso está en un nivel superior al de los héroes y líderes de la historia". Entonces comenzaron los aplausos. "No hay ni puede haber un Cristo nuevo", dijo con ese vozarrón que lo caracteriza, y las palmas aumentaron. "No podemos igualar a ningún gobernante, aunque le tengamos un inmenso afecto, con Jesucristo".
Y ahí la Catedral se vino abajo. El aplauso fue estruendoso, inmenso.
La gente se puso de pie. Urosa no pudo seguir. Trataba de hablar, pero
los aplausos no lo dejaban. Incluso le cantaban vivas. Había dado en el
punto.
Para
entender bien la reacción es necesario pasearse por los alrededores de
la Catedral. En cada poste de luz del caso histórico del centro de
Caracas hay un afiche que dice, sobre una foto de Chávez, 'de tus manos
brota lluvia de vida. Te amamos'. A una cuadra del templo se venden
fotos de un Chávez convertido en nube que desde el cielo bendice y
promete no abandonar al pueblo. No faltan los afiches donde el difunto
presidente, crucifijo en mano y Sagrado Corazón de fondo, promete:
'Camarada, no temas ni desmayes que yo estaré contigo cada instante de
la vida'. Eso lo vieron -mejor dicho: padecieron los
fieles que estaban en la Catedral, quienes también han tenido que
escuchar a Nicolás Maduro decir que la elección del Papa Francisco se
debió a la intercesión de Chávez, y que él, el difunto, es 'el Cristo
redentor de los pobres de América'.
Todo eso estaba ahí, acumulado. Y explotó cuando desde su cátedra el Primado de Venezuela, con sus 70 años encima, puso las cosas en su sitio. Había en esos aplausos un por fin liberador, un gracias por decir lo que todos esperábamos, por levantar la voz ante tanto abuso. Era conmovedora la escena de una Catedral de pie aplaudiendo a su Obispo por defender a Cristo. Un auténtico signo de comunión.
"Es muy importante que tengamos esto en cuenta y así lo digamos los sacerdotes:
no podemos promover la igualación de Jesucristo con personalidades humanas",
indicó a los presbíteros cuando por fin pudo a hablar. Y dirigiéndose a
su grei, les recordó las palabras de Jesús al Satanás: "Al Señor tu Dios adorarás y a-Él-só-lo darás culto". En ningún momento mencionó a Chávez ni a Nicolás. No hacía falta: el mensaje era claro. Contundente.
"No
caigamos en el error de usar nuestro lenguaje religioso para referirnos
a ninguna actividad humana. Las categorías de salvación, redención,
profecía; salvador, redentor, profeta, tienen su carácter dentro del
ámbito teológico",
resaltó. La estocada la clavó finamente, con una frase sencilla pero
elocuente, de esas que diciendo poco lo dicen todo, a las que no hay que
añadirle más: "Divino, sólo Dios". Amén.
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