jueves, 12 de febrero de 2015

¡LEA! Despues no diga que no sabía

 

 

 

 

 

La Rotunda - Caracas 1843
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Con este nombre se conoce a la cárcel caraqueña más célebre de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX. A la misma fueron a parar y terminaron sus días muchos de los opositores a la dictadura de Juan Vicente Gómez. Fue creada mediante una orden de la Diputación Provincial de Caracas, del 6 de diciembre de 1843, según la cual debía construirse una cárcel pública al sur del Hospital de Caridad de Hombres, fijando un máximo para su costo de 75.000 pesos, de acuerdo con el plano presentado por el agrimensor público Manuel Florentino Tirado y el alarife José Francisco Herrera. El edificio se comenzó a construir en 1844, bajo la presidencia de Carlos Soublette y se concluyó en 1854, durante el gobierno de José Gregorio Monagas. El diseño de la cárcel estaba inspirado en el sistema de aislamiento individual del “Panopticón”, ideado por el inglés Jeremías Bentham a finales del siglo XVIII; de allí que tuviera una forma circular, la cual pronto serviría de apodo para el edificio. La superficie de La Rotunda era de 1.100 m2, el patio circular interno medía 24 m de diámetro y desde allí, se divisaban los 2 pisos de calabozos radicalmente dispuestos a razón de 24 cubículos de aproximadamente 2 m x 3 m, más uno que servía de entrada. En cuanto a las celdas, las mismas estaban equipadas solamente con puertas y se encontraba divididas entre sí por gruesos muros de mampostería. El edificio esta precedido por un cuerpo frontal donde se alineaban los cuartos de los guardias, la entrada y probablemente, algún servicio sanitario.
Los dos lados de La Rotunda (norte y sur) estaban separados de los nuevos perimetrales por unos estrechos pasillos de inspección, uno de los cuales servía de entrada. El círculo de las celdas se encontraba contenido en cuadrado de muros, quedando en las 4 esquinas unos espacios triangulares sin acceso, en los cuales, posteriormente, se abrieron puertas para calabozos. Uno de estos fue el tristemente célebre “calabozo del olvido”, donde se aislaba al prisionero durante largos períodos de tiempo. En 1881, el ingeniero Roberto García diseñó una “rotunda norte o nueva”, igual en forma y tamaño a la llamada “rotunda sur” que fue la primera en construirse. Desde su edificación, en La Rotunda fueron recluidos presos políticos, procesados militares y también presos comunes. No obstante, su mayor notoriedad la alcanzó durante los gobiernos de Cipriano Castro (1899-1908) y particularmente, de Juan Vicente Gómez (1908-1935). Entre las numerosas torturas que se aplicaban en La Rotunda al igual que en otras cárceles venezolanas de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, figuran el “cepo de campaña”, las “colgadas”, el “tortol”, el “acial”, las “pelas”, los “grillos” y el “apersogamiento”. Además de las prácticas anteriores, se solía poner veneno y vidrio molido en los alimentos de los presos. La Rotunda fue cerrada temporalmente en 1927 como parte de la amnistía promovida por el entonces secretario de la Presidencia, Francisco Baptista Galindo, pero fue abierta de nuevo en 1928. En 1936, tras la muerte de Gómez, fue demolida, construyéndose en su lugar la plaza La Concordia.


 

 

 

La Tumba - Caracas 2015
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El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero. Habla sin parar. Como un tren furioso. Todo él es un despeñadero de palabras que intentan dibujar la apremiante situación de su hijo preso en el SEBIN. Le molesta el lugar común que dicta que nadie quiere más a un hijo que la madre. Es la quintaesencia del fervor paterno. Tiene el temple de la gente de montaña. Una roca. Hasta que se cansa de serlo en alguna frase y el dolor es como un animal en sus ojos. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero. Tiene un koala a la altura del pecho que se le mueve como si quisiera mudarse de sitio. El lo ajusta a cada rato, lo atrapa, lo devuelve a la posición original. Será que le protege el corazón. Tendrá allí la piedra de su ánimo. No sé. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero y tiene las palabras exactas que le caben en su rabia. Ni una más.

A Gerardo Carrero lo detuvieron el 8 de mayo del 2014 en un campamento de protesta de casi 350 carpas asentado frente a la sede de la ONU en la Avenida Francisco de Miranda. Su delito: exigir la libertad de los estudiantes detenidos. Las autoridades arrasaron con el sitio mientras todos dormían en la boca de la madrugada. Hubo 243 detenidos esa noche. Carrero fue trasladado al SEBIN del Helicoide. Un día inició una huelga de hambre y el castigo fue inolvidable: lo guindaron esposado de una reja, le forraron las muñecas con papel periódico (para evitar marcas) y lo golpearon con una tabla. Estuvo doce horas en esa posición, humillado y obligado por las circunstancias a orinarse encima de su propia ropa. Luego decidieron llevarlo a la sede del SEBIN en Plaza Venezuela. Bienvenido a La Tumba. Una pésima noticia.

El padre viaja incansablemente a la capital a visitar a su hijo, a preguntar por su caso, a hablar con gente, alguien tiene que ayudarlo, alguien tiene que saber cómo. Del Táchira a Caracas y de Caracas al Táchira es mucho autobús todas las semanas. Tuvo que dejar de trabajar para ocuparse de todo. Su hijo tiene los brazos llenos de ronchas y pus, me comenta una estudiante que lo ha visto en las audiencias. Gerardo está desde el 26 de agosto del 2014 en La Tumba. Así le dicen los propios carceleros. Es un sustantivo bien fundamentado. A ese sitio no llega el sol. No puede. No alcanza. Son cinco pisos bajo tierra. Cinco sótanos contra el sol.  

Allí la noche es un contrasentido: una luz blanca. Nadie la apaga nunca. Una luz que insiste durante el día. Una luz que ofusca. Ya Gerardo olvidó los detalles que diferencian al día de la noche. Las semanas son un acopio amorfo de tiempo. No sabe si cuando come desayuna o cena. Ya no entiende cuándo tener sueño o cuándo despertarse. Todo es un solo día. Larguísimo. Apenas lo han asomado al sol tres veces en tanto tiempo. Y le toman fotos para que parezca que así es siempre. Pero no. Es teatro. Alguien le dio una pista para entender las vueltas de la tierra: “cuando dejes de escuchar el sonido del Metro, son más de las once de la noche”. Porque el Metro de Plaza Venezuela pasa cerca. Por algún lugar de arriba. Pero a él no le gusta decirlo. Capaz y sus carceleros prohíben que el Metro pase más por esa estación.  

Lo mismo temen los otros dos estudiantes sumergidos en La Tumba: Gabriel Valles y Lorent Gómez Saleh, deportados el 4 de septiembre del 2014 por Colombia en tiempo record e imputados por conspiración, terrorismo e instigación a delinquir. 

Plaza Venezuela es un hervidero de carros, mototaxistas, perrocalenteros, peatones apurados, gente en diligencia. Es el centro exacto de Caracas. Nadie sospecha que cien metros bajo tierra están confinados a la tortura blanca tres estudiantes de este país. Sobre la superficie, en el ardor del asfalto, sus padres deambulan sin cesar por el hilo de su angustia. 

Yamile Saleh visita a Lorent, su hijo, los días permitidos, lunes y viernes de 11 am. a 3 pm. Yamile también ha dejado de trabajar. Solía dedicarse a la alta costura, pero la cabeza no le da para pensar en telas y zurcidos. Tiene cinco meses sin agarrar una aguja. Ha consumido todos sus ahorros. Al fin y al cabo es su único hijo. Ella es madre soltera. Anda muy sola en todo esto. Le tocó mudarse. La acosaban telefónicamente por ser “la madre del terrorista”. Le decían: “Ya sabemos quién eres y dónde vives”. No aguantó. Quiere irse del país apenas termine la pesadilla. Si termina. Aún así, carga los colores de la bandera en un delgado collar. Viaja todas las semanas desde Valencia con dos álbumes de fotos de su hijo con personalidades del fuero internacional. Cuando se le ocurre hablar con los medios, recibe represalias. Mientras me cuenta se le salen las lágrimas: “Mi hijo tiene siete años en esta lucha. Me abandonó a mí. No terminó su carrera de Comercio Internacional. No ha hecho lo propio de su edad: la playa, el cine, los amigos”. Yamile repite su historia en todas partes. Se reunió con Tarek William Saab, el nuevo Defensor del Pueblo, quien parece querer demostrar que su antecesora, Gabriela Ramírez, fue un derroche de omisiones a los deberes de su cargo. Al menos Tarek William ha recibido, sin distinciones ideológicas, a muchos de los agraviados por el régimen. Le prometió a Yamile, no la libertad de su hijo, pero sí un mínimo de dignidad. Ella espera que cumpla, asomada día y noche en su insomnio.

Le comento del video de Lorent, exhibido en TV, donde habla por skype de planes de lucha inadmisibles, altisonantes, contrarios a la vida. La madre admite ciertos excesos, y otros los mete en el paquete de un montaje. Pero no se trata de si es culpable o inocente, ella no pide su liberación, solo ruega que lo saquen de La Tumba. Ha aprendido de derecho, de custodios y tribunales. Su vocabulario está atestado de palabras nuevas. La vida le dio un vuelco a la modesta costurera que hoy solo habla de derechos humanos.

La tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No hay batazos en el hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo pasa adentro, en los sótanos del cuerpo y de la mente.  

El frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba no descansa el frío. El aire acondicionado les escupe su respiración de hielo a toda hora. Es como una nevera eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo come en el suelo, y es como pensar en un perro. Sus esfínteres dependen de un timbre. Debe pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca al baño. Los estudiantes presos no se ven. Se gritan para saberse del otro lado. Las celdas tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran lo que hacen, cómo se mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se ha llenado de diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les prohíben la visita de sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No ven noticias. Tienen meses sin oír una canción. El silencio es su techo, su pared, su piso. No hay espejos. No saben ya cómo son. No tienen colores que ver, porque allí el mundo es blanco y kaki, como el uniforme que visten. La vida mide apenas 3x2 metros cuadrados. La sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta hacia la muerte. 

El papá de Gerardo sigue viajando todas las semanas a verlo. Su único equipaje es la rabia. Dice que su hijo le prohíbe sacar pendones o volantes con su nombre. “Si no están los nombres de todos los estudiantes presos, no”, le advierte.  La madre de Lorent está agotada de verse llorar. Lo mismo la madre de Gabriel Valles. 

Muchos organismos y personas han acudido a todas las instancias para denunciar lo que en ese umbral del infierno sucede. Pero, según comentan, cuando se trata de estudiantes y presos políticos el silencio de los tribunales es la regla.  

Por encima de La Tumba pasan centenas de peatones todos los días sin saber que cinco sótanos más abajo se encuentran tres estudiantes venezolanos envueltos en una luz blanca bastante parecida a la muerte.  
Es inadmisible que exista un lugar tan siniestro en nuestro país. Es la tumba blanca de los Derechos Humanos.

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