La Rotunda - Caracas 1843
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Con este nombre se conoce a la cárcel caraqueña más
célebre de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del siglo
XX. A la misma fueron a parar y terminaron sus días muchos de los
opositores a la dictadura de Juan Vicente Gómez. Fue creada mediante una
orden de la Diputación Provincial de Caracas, del 6 de diciembre de
1843, según la cual debía construirse una cárcel pública al sur del
Hospital de Caridad de Hombres, fijando un máximo para su costo de
75.000 pesos, de acuerdo con el plano presentado por el agrimensor
público Manuel Florentino Tirado y el alarife José Francisco Herrera. El
edificio se comenzó a construir en 1844, bajo la presidencia de Carlos
Soublette y se concluyó en 1854, durante el gobierno de José Gregorio
Monagas. El diseño de la cárcel estaba inspirado en el sistema de
aislamiento individual del “Panopticón”, ideado por el inglés Jeremías
Bentham a finales del siglo XVIII; de allí que tuviera una forma
circular, la cual pronto serviría de apodo para el edificio. La
superficie de La Rotunda era de 1.100 m2, el patio circular interno
medía 24 m de diámetro y desde allí, se divisaban los 2 pisos de
calabozos radicalmente dispuestos a razón de 24 cubículos de
aproximadamente 2 m x 3 m, más uno que servía de entrada. En cuanto a
las celdas, las mismas estaban equipadas solamente con puertas y se
encontraba divididas entre sí por gruesos muros de mampostería. El
edificio esta precedido por un cuerpo frontal donde se alineaban los
cuartos de los guardias, la entrada y probablemente, algún servicio
sanitario.
Los dos lados de La Rotunda (norte y sur) estaban
separados de los nuevos perimetrales por unos estrechos pasillos de
inspección, uno de los cuales servía de entrada. El círculo de las
celdas se encontraba contenido en cuadrado de muros, quedando en las 4
esquinas unos espacios triangulares sin acceso, en los cuales,
posteriormente, se abrieron puertas para calabozos. Uno de estos fue el
tristemente célebre “calabozo del olvido”, donde se aislaba al
prisionero durante largos períodos de tiempo. En 1881, el ingeniero
Roberto García diseñó una “rotunda norte o nueva”, igual en forma y
tamaño a la llamada “rotunda sur” que fue la primera en construirse.
Desde su edificación, en La Rotunda fueron recluidos presos políticos,
procesados militares y también presos comunes. No obstante, su mayor
notoriedad la alcanzó durante los gobiernos de Cipriano Castro
(1899-1908) y particularmente, de Juan Vicente Gómez (1908-1935). Entre
las numerosas torturas que se aplicaban en La Rotunda al igual que en
otras cárceles venezolanas de fines del siglo XIX y comienzos del siglo
XX, figuran el “cepo de campaña”, las “colgadas”, el “tortol”, el
“acial”, las “pelas”, los “grillos” y el “apersogamiento”. Además de las
prácticas anteriores, se solía poner veneno y vidrio molido en los
alimentos de los presos. La Rotunda fue cerrada temporalmente en 1927
como parte de la amnistía promovida por el entonces secretario de la
Presidencia, Francisco Baptista Galindo, pero fue abierta de nuevo en
1928. En 1936, tras la muerte de Gómez, fue demolida, construyéndose en
su lugar la plaza La Concordia.
La Tumba - Caracas 2015
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El
padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero. Habla sin parar.
Como un tren furioso. Todo él es un despeñadero de palabras que intentan
dibujar la apremiante situación de su hijo preso en el SEBIN. Le
molesta el lugar común que dicta que nadie quiere más a un hijo que la
madre. Es la quintaesencia del fervor paterno. Tiene el temple de la
gente de montaña. Una roca. Hasta que se cansa de serlo en alguna frase y
el dolor es como un animal en sus ojos. El padre de Gerardo Carrero se
llama Gerardo Carrero. Tiene un koala a la altura del pecho que se le
mueve como si quisiera mudarse de sitio. El lo ajusta a cada rato, lo
atrapa, lo devuelve a la posición original. Será que le protege el
corazón. Tendrá allí la piedra de su ánimo. No sé. El padre de Gerardo
Carrero se llama Gerardo Carrero y tiene las palabras exactas que le
caben en su rabia. Ni una más.
A
Gerardo Carrero lo detuvieron el 8 de mayo del 2014 en un campamento
de protesta de casi 350 carpas asentado frente a la sede de la ONU en
la Avenida Francisco de Miranda. Su delito: exigir la libertad de los
estudiantes detenidos. Las autoridades arrasaron con el sitio mientras
todos dormían en la boca de la madrugada. Hubo 243 detenidos esa noche.
Carrero fue trasladado al SEBIN del Helicoide. Un día inició una huelga
de hambre y el castigo fue inolvidable: lo guindaron esposado de una
reja, le forraron las muñecas con papel periódico (para evitar marcas) y
lo golpearon con una tabla. Estuvo doce horas en esa posición,
humillado y obligado por las circunstancias a orinarse encima de su
propia ropa. Luego decidieron llevarlo a la sede del SEBIN en Plaza
Venezuela. Bienvenido a La Tumba. Una pésima noticia.
El
padre viaja incansablemente a la capital a visitar a su hijo, a
preguntar por su caso, a hablar con gente, alguien tiene que ayudarlo,
alguien tiene que saber cómo. Del Táchira a Caracas y de Caracas al
Táchira es mucho autobús todas las semanas. Tuvo que dejar de trabajar
para ocuparse de todo. Su hijo tiene los brazos llenos de ronchas y pus,
me comenta una estudiante que lo ha visto en las audiencias. Gerardo
está desde el 26 de agosto del 2014 en La Tumba. Así le dicen los
propios carceleros. Es un sustantivo bien fundamentado. A ese sitio no
llega el sol. No puede. No alcanza. Son cinco pisos bajo tierra. Cinco
sótanos contra el sol.
Allí
la noche es un contrasentido: una luz blanca. Nadie la apaga nunca.
Una luz que insiste durante el día. Una luz que ofusca. Ya Gerardo
olvidó los detalles que diferencian al día de la noche. Las semanas son
un acopio amorfo de tiempo. No sabe si cuando come desayuna o cena. Ya
no entiende cuándo tener sueño o cuándo despertarse. Todo es un solo
día. Larguísimo. Apenas lo han asomado al sol tres veces en tanto
tiempo. Y le toman fotos para que parezca que así es siempre. Pero no.
Es teatro. Alguien le dio una pista para entender las vueltas de la
tierra: “cuando dejes de escuchar el sonido del Metro, son más de las
once de la noche”. Porque el Metro de Plaza Venezuela pasa cerca. Por
algún lugar de arriba. Pero a él no le gusta decirlo. Capaz y sus
carceleros prohíben que el Metro pase más por esa estación.
Lo
mismo temen los otros dos estudiantes sumergidos en La Tumba: Gabriel
Valles y Lorent Gómez Saleh, deportados el 4 de septiembre del 2014 por
Colombia en tiempo record e imputados por conspiración, terrorismo e
instigación a delinquir.
Plaza
Venezuela es un hervidero de carros, mototaxistas, perrocalenteros,
peatones apurados, gente en diligencia. Es el centro exacto de Caracas.
Nadie sospecha que cien metros bajo tierra están confinados a la
tortura blanca tres estudiantes de este país. Sobre la superficie, en
el ardor del asfalto, sus padres deambulan sin cesar por el hilo de su
angustia.
Yamile
Saleh visita a Lorent, su hijo, los días permitidos, lunes y viernes
de 11 am. a 3 pm. Yamile también ha dejado de trabajar. Solía dedicarse
a la alta costura, pero la cabeza no le da para pensar en telas y
zurcidos. Tiene cinco meses sin agarrar una aguja. Ha consumido todos
sus ahorros. Al fin y al cabo es su único hijo. Ella es madre soltera.
Anda muy sola en todo esto. Le tocó mudarse. La acosaban telefónicamente
por ser “la madre del terrorista”. Le decían: “Ya sabemos quién eres y
dónde vives”. No aguantó. Quiere irse del país apenas termine la
pesadilla. Si termina. Aún así, carga los colores de la bandera en un
delgado collar. Viaja todas las semanas desde Valencia con dos álbumes
de fotos de su hijo con personalidades del fuero internacional. Cuando
se le ocurre hablar con los medios, recibe represalias. Mientras me
cuenta se le salen las lágrimas: “Mi hijo tiene siete años en esta
lucha. Me abandonó a mí. No terminó su carrera de Comercio
Internacional. No ha hecho lo propio de su edad: la playa, el cine, los
amigos”. Yamile repite su historia en todas partes. Se reunió con Tarek
William Saab, el nuevo Defensor del Pueblo, quien parece querer
demostrar que su antecesora, Gabriela Ramírez, fue un derroche de
omisiones a los deberes de su cargo. Al menos Tarek William ha recibido,
sin distinciones ideológicas, a muchos de los agraviados por el
régimen. Le prometió a Yamile, no la libertad de su hijo, pero sí un
mínimo de dignidad. Ella espera que cumpla, asomada día y noche en su
insomnio.
Le
comento del video de Lorent, exhibido en TV, donde habla por skype de
planes de lucha inadmisibles, altisonantes, contrarios a la vida. La
madre admite ciertos excesos, y otros los mete en el paquete de un
montaje. Pero no se trata de si es culpable o inocente, ella no pide su
liberación, solo ruega que lo saquen de La Tumba. Ha aprendido de
derecho, de custodios y tribunales. Su vocabulario está atestado de
palabras nuevas. La vida le dio un vuelco a la modesta costurera que hoy
solo habla de derechos humanos.
La
tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No hay batazos en el
hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo pasa adentro,
en los sótanos del cuerpo y de la mente.
El
frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba no descansa el frío.
El aire acondicionado les escupe su respiración de hielo a toda hora.
Es como una nevera eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de
cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo
come en el suelo, y es como pensar en un perro. Sus esfínteres
dependen de un timbre. Debe pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca
al baño. Los estudiantes presos no se ven. Se gritan para saberse del
otro lado. Las celdas tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran
lo que hacen, cómo se mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se
ha llenado de diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les
prohíben la visita de sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No
ven noticias. Tienen meses sin oír una canción. El silencio es su
techo, su pared, su piso. No hay espejos. No saben ya cómo son. No
tienen colores que ver, porque allí el mundo es blanco y kaki, como el
uniforme que visten. La vida mide apenas 3x2 metros cuadrados. La
sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara
lenta hacia la muerte.
El
papá de Gerardo sigue viajando todas las semanas a verlo. Su único
equipaje es la rabia. Dice que su hijo le prohíbe sacar pendones o
volantes con su nombre. “Si no están los nombres de todos los
estudiantes presos, no”, le advierte. La madre de Lorent está agotada
de verse llorar. Lo mismo la madre de Gabriel Valles.
Muchos
organismos y personas han acudido a todas las instancias para
denunciar lo que en ese umbral del infierno sucede. Pero, según
comentan, cuando se trata de estudiantes y presos políticos el silencio
de los tribunales es la regla.
Por
encima de La Tumba pasan centenas de peatones todos los días sin saber
que cinco sótanos más abajo se encuentran tres estudiantes venezolanos
envueltos en una luz blanca bastante parecida a la muerte.
Es inadmisible que exista un lugar tan siniestro en nuestro país. Es la tumba blanca de los Derechos Humanos.
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