La voracidad como común denominador
Por: Alberto Medina Méndez
La creatividad de los recaudadores no descansa
en el arte de buscar novedosas variantes, innovadores impuestos
y curiosos ardides para embolsar una mayor porción
del fruto del esfuerzo de todos.
No es un fenómeno
solo local. A estas alturas ya es una epidemia mundial.
Es que los poderosos, los políticos de turno, la corporación
de partidos gobernantes, esos que rotan, pero que forman
parte de lo mismo, ya han convencido a demasiados ciudadanos
sobre la necesidad de que el Estado se ocupe de muchas funciones
y cada tanto de otras nuevas. Esas múltiples tareas
son las que justifican la existencia de un Estado grande
y por lo tanto al que hay que alimentar de modo permanente
con mucho dinero.
Nadie repara en que el Estado
ya demostró su inoperancia crónica, ineficiencia
serial y corrupción estructural. Pese a las innumerables
evidencias, una importante cantidad de personas cree que
el Estado dispone de soluciones, sin comprender que el problema
ES el Estado.
Bajo esa dinámica, los políticos,
sin importar el territorio, la jurisdicción o el color
partidario, solo se concentran en RECAUDAR, poniendo todo
el empeño necesario, las energías y la imaginación
al servicio de la voracidad.
Solo les preocupa
reunir recursos para poder disponer de más. Nadie se
detiene en explorar minuciosamente por donde se diluyen
recursos, aunque resulte obvia la dilapidación de dineros
públicos, lo que cualquier contribuyente verifica en
el notorio comportamiento de los funcionarios.
Podrían poner especial énfasis en eliminar la
corrupción o al menos mitigarla, en disminuir costos
operativos e instaurar una administración austera como
regla. Eso no importa demasiado, lo relevante es recaudar.
Hoy existe una vigorosa ingeniería dedicada
a la creación de nuevos impuestos, tasas, tarifas,
tributos, lo que sea que posibilite reunir una creciente
cantidad de dinero que provenga de esos ciudadanos que deberán
trabajar horas adicionales para generar menos para sí
mismos, mientras el Estado se llevará una tajada cada
vez más grande, sin modificar su ineficiencia habitual,
vergonzosa burocracia e indisimulable falta de pudor al
momento de responder con responsabilidad por sus propios
disparates.
Es un círculo vicioso difícil
de interrumpir. A los gobernantes no les interesa que el
Estado sea eficiente. Intentarlo significaría un esfuerzo
desproporcionado en eso de ajustar incómodos resortes.
Eso traería consigo un elevado costo político
que no están dispuestos a enfrentar. Reducir la planta
de personal estatal, ser cautos en el esquema salarial lineal
en el que prima la antigüedad y no los méritos
como valor o implementar mediciones de resultados de satisfacción
ciudadana, son cuestiones que solo implican conflictos gremiales,
con la corporación de empleados convirtiéndose
entonces un sacrificio que no vale la pena transitar.
Es más fácil aumentar la presión
impositiva y esquilmar a los trabajadores del sector privado,
a los emprendedores y, en general, a los individuos que
pagan impuestos todo el tiempo, obligándolos a acomodarse
a su nueva realidad para hacer frente al renovado embate
de los saqueadores.
Es importante comprender
que esta postura no es la del gobierno de turno, ni la de
un color partidario determinado. No es ya el producto del
gesto miserable de los que están. Se trata de la característica
universal, de los de ahora, pero también de los que
estuvieron y los que estarán; de los que son oficialismo
y además de esos opositores que sueñan con gobernar.
Ellos son depredadores insaciables. Saben que su caja cotidiana
depende de lo que consigan quitarles a los demás y
de su dedicado esmero en ello.
Para poder validar
moralmente su pérfida y cuestionable conducta, han
puesto mucha perseverancia en instalar la idea de que el
que no tributa impuestos es un ciudadano indecente. Preocupa
que hayan conseguido que el despojado, el empobrecido, el
que tiene que trabajar durante varios meses del año
para financiar la irresponsable fiesta de los insensatos
de siempre, se sienta un delincuente cada vez que consigue
sortear el ataque.
Han instalado la culpa en
los ciudadanos, cuando los responsables del desmadre son
los que han construido el monstruo estatal, ese defectuoso
engendro que resuelve casi nada a un costo elevadísimo
mientras sus operadores disfrutan de los beneficios y privilegios
de ser parte del poder.
Interrumpir este abuso
cotidiano depende de muchos factores. El primero de ellos
es entender realmente lo que ocurre, comprender los mecanismos,
para luego identificar a los "malos de la película",
sin caer en la perversa trampa de asumir pecados imaginarios.
Son los funcionarios estatales, los que se postulan para
serlo, los que aceptan ser convocados sin que nadie los
obligue a ello, los que en realidad deberían revisar
sus actitudes.
Su obscena posición ya es
indisimulable. Son ellos los que malgastan, los que derrochan
recursos estatales. Es en ese Estado ineficiente donde reside
la corrupción, que se hace cada vez más burda.
Ocurre porque algunos se aprovechan mientras otros se hacen
los distraídos por comodidad o cobardía, siendo
funcionales a lo incorrecto y convirtiéndose en participes
necesarios de delitos evidentes que merecen ser denunciados
y reprobados.
A no engañarse, en este juego
no hay oficialistas y opositores, no existe tal cosa como
los que gobernaron antes y los que lo hacen ahora, solo
se trata de la voracidad como denominador común.
FUENTE: INFOBAE
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