Casi todos afirman que pretenden un futuro mejor, que anhelan un porvenir venturoso y que desean que su país se convierta en esa nación especial, desarrollada, capaz de disfrutar de las virtudes del primer mundo.
Sin embargo, cuando de hacer los deberes se trata, todos esos planteos quedan en abstracto y se desintegran a una enorme velocidad. Es evidente que si no se hace todo lo necesario nada bueno sucederá por arte de magia.
Esta idea ingenua que invita a creer que sin esfuerzo alguno todo es posible debe ser erradicada de una vez por todas. Si se quiere mejorar sustentablemente habrá que estar dispuesto a hacer reformas intensas.
Este es el momento en el que la sociedad debe admitir, con decencia, sus reales limitaciones, esa larga lista de miedos patológicos, la recurrente actitud mediocre de conformarse con poco y ver como pasa la vida sin animarse a más.
Si no se quiere hacer absolutamente nada, si no se ha tomado la férrea decisión de tocar intereses importantes y de incomodar a los inmorales, pues va siendo hora, entonces, de ir archivando los sueños infantiles.
Hay que comprender que ambos aspectos son causa y efecto y no son tópicos aislados. Si no existe el coraje para enfrentar los dilemas más difíciles pues no habrá tal cosa como un destino magnífico repleto de brillo.
En ese contexto de absurdas contradicciones, es increíble ver como pululan tantos defensores del status quo. Ellos no son capaces de hacerse cargo de sus propias cobardías y se esmeran en esto de justificar el quietismo.
Viven en permanente conflicto entre lo que dicen que quieren y lo que están verdaderamente preparados a hacer para lograrlo. Su temor es completamente visceral y tienen pánico de enfrentar ciertas modificaciones.
Se justifican, invariablemente, con múltiples argumentos, la mayoría de ellos sin asidero, ni ningún tipo de sustento razonable. Siempre tienen una explicación para alegar que no se hace lo indispensable para mejorar.
No han conseguido internalizar acabadamente que los países que evolucionaron, esos que ellos elogian e idolatran, esos que usan como referencia incontrastable, han tenido que superar muchos inconvenientes.
Para disfrutar hoy de ese presente extraordinario, esas naciones, las que lideran el mundo, han tenido el valor de hacer lo imprescindible, pagando los elevados costos que esos procesos significaron para sus habitantes.
No están exentos de problemas, pero enfrentan siempre nuevos desafíos, esos que jamás faltarán pero que permiten seguir avanzando en ese apasionante camino que recorren aquellos que siempre van por mas.
La cuestión no pasa por desconocer las reales complejidades e ignorarlas irresponsablemente, sino justamente por aceptarlas con sensatez y ponerle todas las energías al reto de buscar los atajos más inteligentes.
La tarea consiste, entonces, en prepararse para dar esas sofisticadas batallas y no simplemente ensayar una interminable nómina de excusas que expliquen que el plan de perpetua retirada es la mejor salida posible.
Si la dinámica actual estuviera enfocada en esos debates respecto a como hacer los cambios de un modo ordenado, minimizando los impactos negativos, pero marchando en el sentido correcto, otra sería la realidad.
Queda más que claro que no serán los gobiernos los que lleven adelante esta fastidiosa labor. Ellos evitarán siempre cualquier contratiempo de corto plazo porque eso deriva, inexorablemente, en severos problemas políticos.
La brújula electoral de los dirigentes condiciona, invariablemente, todo su accionar. Ellos están eternamente preocupados con las próximas elecciones y sus decisiones estarán enmarcadas siempre por esos parámetros.
No importa si es el turno de una legislativa, de esas convocatorias de medio término o ese recambio de cargos ejecutivos tan trascendente para sus aspiraciones. La elección que viene siempre será vital y ameritará desvelos.
Bajo ese esquema, ellos prefieren construir gigantes elucubraciones y alardear de las dificultades presentes. Generar un ámbito de incertidumbre contribuye a sus objetivos y los ayuda en el camino que se han trazado.
Ese escenario aterrador permite amedrentar, con indiscutible éxito, a todo aquel que se anime a reclamar transformaciones de cualquier dimensión. Saben que este es el modo más eficaz para ahorrarse innumerables críticas.
Conociendo sus esperables tácticas, interpretando que los que gobiernan jamás incursionarán en el riesgoso universo de las reformas extraordinarias, este es el instante de asumir que habrá que apelar a otras maniobras.
La gente dispone de dos opciones muy visibles. Una es la de siempre, la de ingresar al nefasto callejón de la mansa resignación, bajar los brazos y no esperar nada. La otra posibilidad es replantear su estrategia profunda y buscar diferentes variantes para salir de este perverso laberinto.
Rendirse no parece ser una alternativa muy digna. Seguirle el juego a los manipuladores del poder, a los que se abusan de su posición para imponer sus reglas no debería ser el trayecto obligado existiendo otras chances.
La sociedad civil tiene ahora una misión indelegable. Es tiempo de estudiar y proponer políticas públicas viables capaces de sortear los infantiles argumentos que esgrimen los eternos aplaudidores del inmovilismo.
Para llegar a esa instancia hace falta dar el primer paso. Hay que vencer el espanto y comprender que no habrá un futuro mejor si no se entierran algunas malas prácticas tan enquistadas en las sociedades contemporáneas.
Un gran logro sería entender la relación directa que existe entre la complicidad cívica con la política y la conducta cotidiana de los dirigentes. Entender eso permitirá desterrar esa cíclica torpeza de validar la inacción.
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viernes, 9 de febrero de 2018
La torpeza de validar la inacción
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