domingo, 21 de febrero de 2010

La batalla de la puerta


Por: Luis Marín - La diferencia esencial entre la actual campaña terrorista contra la Universidad Central de Venezuela y las que se vivieron en los años 60 y 70 del siglo pasado, es que aquellas las realizaban grupos clandestinos en oposición al Estado, de manera que en alguna medida eran reprimidos y corrían ciertos riesgos; mientras que ahora las realizan grupos auspiciados, financiados y armados por el régimen, por lo que gozan de la más absoluta impunidad. Esta circunstancia inusitada constituye un reto singular para la Institución, porque como ocurre con cualquier familia venezolana, no tiene absolutamente nadie a quien acudir en busca de protección para la vida de sus miembros y su patrimonio, de manera que estos se encuentran en el más completo desamparo. Las medidas de seguridad que tan precariamente se han tratado de implementar son saboteadas sistemáticamente desde dentro de la misma Universidad por algunos empleados y supuestos estudiantes que en realidad son, en su mayoría, asalariados del gobierno. El problema planteado por la instalación de las puertas de la Universidad es apenas un pequeño ejemplo que resultará útil sólo para ilustrar esta situación tan bizarra que está viviendo la UCV. Un hecho tan normal, común y corriente como poner unas puertas a un recinto no se puede hacer sencillamente porque un grupo insignificante y radicalizado se opone a que esto se haga y punto, sin que valgan razones. El aspecto cómico es que han tratado de dar “argumentos” para politizar el asunto y convertirlo en un factor de movilización, organización de fuerzas, propaganda y agitación; pero hay que ver qué clase de argumentos: como que las puertas implican la privatización de la universidad, impedirle el acceso al pueblo, para terminar diciendo que lo que pasa es que gastan electricidad. Ciertamente no se necesita ser estudiante de arquitectura para saber que una puerta no impide el acceso a un recinto sino todo lo contrario, en sano español, sirve para entrar y salir de él. Lo que por definición impide el acceso son paredes, muros, cercas o rejas perimetrales. Si el problema fuera el libre paso, entonces lo que habría que quitar son estos obstáculos y no impedir la instalación de puertas. Tampoco hay que ser estudiante de politología, historia o antropología para saber que la puerta, además de su aspecto utilitario, es un símbolo ideopolítico y no falta quien le atribuya un carácter sagrado: el paso de un ámbito a otro es como el tránsito de una dimensión a otra, de la vida a la muerte, del caos al orden, de las zozobras del tiempo a la paz eterna. Es un hecho extraordinario y sorprendente que quienes se imaginaron al Paraíso (y al Infierno) les hayan atribuido unas puertas e incluso unos porteros, aquellos que vigilan que entren sólo quienes lo merezcan y no otros cualesquiera. Con esto llegamos al quid de la cuestión. La puerta deja entrar a unos, los que son convidados; pero se cierra para otros, que no son bienvenidos. Así se ha escrito: “Les aseguro que el que no entra en el redil por la puerta es un ladrón y un bandido; pero el que entra por la puerta es el pastor que cuida de las ovejas”. Esto es como para decir: “palabra de Dios”. CONSULTA. Por su parte, la Universidad ha sucumbido al mito jesuita de que “hay que preguntarle a la gente”, de manera que la solución al impasse se somete a otra consulta popular. Por ahí la gente decide que las puertas son superfluas, con lo que habrá que corregir a toda la cultura occidental y oriental. Los griegos y los romanos debían estar equivocados cuando establecieron esa manía de estar construyendo arcos de triunfo por donde debían pasar los héroes y los emperadores en su tránsito hacia la gloria. Y los alemanes, que tienen la Puerta de Brandemburgo como símbolo de la ciudad de Berlín y, en el fondo, de la misma nacionalidad alemana. El lugar más sagrado para los chinos, incluso comunistas, es la Puerta de Tian’anmen, la Puerta de la Paz Celestial, por la que se tiene acceso a la Ciudad Prohibida, Palacio de los Emperadores Chinos, incluyendo a Mao Tse Tung. No debe ser casualidad que él haya decidido proclamar desde allí el nacimiento de la República Popular China. En el ínterin de ambas culturas, el imperio otomano se ha denominado como la “Sublime Puerta”, de occidente a oriente o viceversa, no se sabe muy bien. Sería un ejercicio arduo y erudito compilar las puertas que sirven de símbolo de altas culturas, grandes naciones y ciudades, pero baste lo dicho para reconfirmar lo poco que importa qué diga o deje de decir una pequeña comunidad, académica o no, porque las puertas seguirán allí, como parte de nuestras vidas, para siempre. Pero el punto que sí es importante, es que la Universidad no puede renunciar bajo ninguna circunstancia o apremio a su misión esencial que es educar, enseñar, guiar, sacar a la gente del error y sobre todo investigar para conducir, en lo posible, al conocimiento. Y esto debe hacerse sin complejos de que se nos diga no ser “dueños de la verdad”; pero que nunca se nos acuse de no saber lo que es inexcusable saber, simplemente, por gajes oficio. El criterio básico de la moralidad es la universalización del juicio; para saber qué está bien y qué está mal, basta imaginar qué pasaría si el criterio en cuestión fuera adoptado por todo el mundo. Si el resultado es absurdo, no habría qué discutir. No hay ninguna razón para que las puertas de la UCV se consideren inaceptables; pero todas las demás puertas, de cualquier otra institución, no lo son. ¿Qué razón puede haber para que las puertas de la UCV sean ofensivas, pero todas las facultades, escuelas, institutos, hasta los salones de clases y cafetines siguen teniendo sus puertas? No hablemos de Fuerte Tiuna, la Casona o la casa de cualquier ciudadano, para no exagerar, sino de lo que se enseña en la Universidad en términos de cultura. Hay que saber decirle a los estudiantes o a quien quiera que sea cuando es necesario: ¡están equivocados! Y esto es algo que no se puede resolver con ninguna consulta, por universal y transparente que sea la votación. Pero esto nos conduce al segundo mito al que sucumbe frecuentemente la UCV. DIÁLOGO. Se ha dicho incontables veces aunque, como es habitual, nadie escucha, que para compartir un discurso con otros deben cumplirse condiciones elementales, además, por supuesto, de la voluntad de conversar. Para no alargarnos demasiado mencionemos sólo dos sine qua non: la veracidad y la sinceridad. Una, supone que por definición es imposible dialogar con un mentiroso contumaz. La otra, que tampoco es posible ningún diálogo si no se cree realmente en el argumento que se sostiene. Por supuesto que no hay voluntad de conversar si ante la propuesta de consulta de una vez se dice que la cuestión no es de la comunidad universitaria sino de toda la Gran Caracas, por allí, si se habla de patrimonio cultural de la humanidad, habrá que consultar a toda la “Humanidad”, que además la haga el CNE, etcétera. No puede haber diálogo si se comienza con el problema de las puertas y se deriva a una campaña contra “el muro de Cecilia”; porque allí parece que se tuerce de “puerta” a “muro” y como vimos más arriba estos son términos opuestos, uno que abre y otro que impide el paso, lo que lleva a discutir sobre mentiras. Las verdaderas razones no se confiesan, pero podrían tener que ver con dejar el recinto universitario completamente inerme ante invasiones o ataques externos. Pero además, volvemos al punto en que habían naufragado las elecciones con voto de todo el mundo por igual, para elegir las autoridades (exclusivamente) de las universidades autónomas, condición que no se aplica ni se propone para institución gubernamental alguna. Luego, se discute un argumento que no se cree sinceramente. Si alguien creyera el cuento de las puertas, deberían empezar por quitarlas de instituciones públicas como la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia y, por qué no, de Miraflores, para que en ellas entre “el pueblo”. El epílogo cuando no hay posibilidad de diálogo civilizado, es la violencia. De un lado la vemos cada vez más agresiva y desafiante. Se pasa de la amenaza y la intimidación al atentado criminal, a la bomba y al sabotaje. Ante esta amenaza ¿qué puede hacer la Universidad? Las puertas no se podrán instalar sino por la fuerza, de la que carece la academia; pero no sólo la Universidad sino todo el país se precipitan en la ingobernabilidad y la anarquía, lo que puede plantear escenarios inesperados. Mientras tanto, la única opción que nos va quedando es defender la UCV como se defiende la propia casa, según la frase feliz acuñada por la Facultad de Arquitectura, que sí sabe de puertas acogedoras. La UCV toma las armas que siempre ha tenido, las que mejor sabe utilizar y que son las únicas posibles, las de la inteligencia contra la barbarie. Hacer lo que siempre ha hecho, documentar, argumentar, refugiarse en el poder de las ideas, lo que se llama oponer la fuerza de la razón a la razón de la fuerza. Por alguna razón misteriosa e inescrutable, una y otra vez el sabio José María Vargas tiene que volver a encararse con el brutal Carujo. Es una extraña ironía, pero por algo el sillón del rectorado sigue siendo “la silla de Vargas” y no la de Carujo, que debe andar por ahí enjorquetada en el lomo de algún caballo salvaje. La historia, dicen los entendidos, gira en círculos recursivos, como una espiral de ADN, por lo que no se repite exactamente, sino que se eleva a un plano superior. La esperanza quizás sea que tan crecida brutalidad militar será superada por un poder civil esclarecido, como nunca lo habíamos conocido.

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