jueves, 17 de enero de 2008

Hugo Chávez se jugó los restos por una guerrilla moribunda


El fin del fin - Fernando Londoño Hoyos
"En nombre del presidente Chávez: estamos muy pendientes de su lucha. Mantengan ese espíritu. Mantengan esa fuerza y cuenten con nosotros. Cuídense camaradas". Así, de compañero a compañero, de socio a socio, despedía el Ministro de Venezuela a los secuestradores de las Farc que devolvían sus presas. Aquellas palabras, bastantes para romper relaciones con el Gobierno en cuyo nombre se dijeran, sugieren algo mucho más sustantivo que indignación. Meditando bien las cosas, llegamos por ellas a la conclusión de que estamos en el fin del fin, como bien llama a la hora el general Freddy Padilla de León. A nadie se le lanza un salvavidas, sino cuando se ahoga. Una audacia semejante solo se intenta ante una catástrofe. Chávez pierde sus amigos más cercanos, sus aliados más preciados y oye sus quejas lastimeras. E intenta su rescate, sin medir precio y sin regatear esfuerzo. Las Farc están vueltas pedazos. Sus secuestrados son la viva imagen de su propia desolación. Porque son crueles, son perversas, son cobardes, pero llegan a estos confines de infamia porque no tienen alternativa. En la época del Caguán, los cautiverios eran menos inhumanos. Hoy son como son, y los hechos nos ahorran describirlos, porque no tienen otra cosa para dar. Podrían liberar a los secuestrados. Pero no les alcanza el alma para ese gesto, al menos por ahora. Así que se los llevan al único sitio que les queda, la profundidad de la selva, en medio de todas las privaciones, las calamidades, las fieras, las endemias más atroces. A sus víctimas les agregan la ignominia de una cadena y una jaula. Lo otro, el hambre, la ausencia de medicinas y de esperanza, el terror de la espesura, la falta de todo contacto social, lo comparten captores y captados. Por eso hay que pedirles que mantengan "fuerza y espíritu", porque el camarada Chávez sabe que se les agota la parca ración que de eso les resta. Ya no se están entregando al menudeo. Los antiguos conmilitones del 'negro Acacio' han resuelto, como dijo alguno, llegar a viejos, lo que no es una mala idea para nadie. Y levantan los brazos, piden clemencia, izan trapos blancos y se entregan con lo que les queda, es decir, con casi nada. Y ayer fueron 15, hoy 18, con cabecilla incluido, y mañana serán decenas y centenas. A los 12.000 bandidos que depusieron sus armas se sumarán muchos otros, en cadencia uniformemente acelerada, hasta que los jefes no tengan más remedio que entablar diálogos, o lo que es harto probable, quedarse del todo en Venezuela. Por lo menos mientras tengan camarada que los reciba y mientras el mundo tolere el paraíso cocalero que les valga de refugio. Por esa angustia está saliendo el camarada Chávez al quite. Soportando las ofensas que asegura estar sufriendo; desentendiéndose de la voluntad del presidente Uribe para que pare sus arbitrajes; haciendo el ridículo ante el mundo, como lo hizo en diciembre y lo repitió en la farsa de la entrega; desafiando la furia universal que desataron sus voces de solidaridad con los peores criminales del mundo, Chávez lo arriesga todo, lo expone todo, exhibe todas sus penurias. ¿Por qué?. Porque las Farc son la esperanza que le queda. Solo ellas podrían organizarle su ejército miliciano, entrenar sus amigos en todos los crímenes, manejarle el narcotráfico, sostenerle su perorata antiimperialista y antioligárquica, con el desmentido prestigio de que son imbatibles. Por eso quiere montarles oficina en Caracas, con nutridas sucursales en el resto de Venezuela. Así amenaza a Colombia, recluta milicias, siembra el terror y garantiza su perduración en el poder. En el juego del póquer, lo que está haciendo Chávez se llama jugar los restos. Y se los juega por una guerrilla moribunda. Por eso le manda 500 millones de dólares y por eso pretende su rescate político. Pero nada basta. Porque Chávez y las Farc están, ambos, en el fin del fin. Y de dos cadáveres morales no se hace un ser vivo.

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