jueves, 3 de julio de 2008

La hora de Colombia


Por: Martín Santivañez - Una vez más, la entente cordiale entre el presidente Alvaro Uribe y los militares colombianos ha dado resultado. Meses atrás, finalizado el operativo que permitió la aniquilación de Raúl Reyes y destapó, merced a una portátil infidente, la retahíla sin fin de la conexión chavista, Uribe y sus generales supieron que iban por el sendero correcto. Y decidieron mantenerlo, cueste lo que cueste. Fracasadas las negociaciones de paz que durante años fueron la bandera de conservadores y liberales, la supervivencia de la democracia colombiana pendía de un hilo: el de la democracia en armas. Vencer o morir. Colombia no tenía otra salida. Ante tal disyuntiva apocalíptica, Uribe apostó por el realismo paisa y la casta militar. Para ello, no dudó en formar un frente popular que se impuso a la deriva partidista. Y no ha errado. Privilegiando la labor de inteligencia -- como lo hiciera el Perú con Sendero Luminoso a lo largo de la década de los 90 -- el Estado colombiano, poco a poco, paso a paso, está logrando una auténtica hazaña continental: desmontar a la guerrilla más longeva del hemisferio sin desatar una orgía de sangre que arruine a la población civil. De cada avance en la lucha antisubversiva, el uribismo ha sabido obtener un rédito merecido, liquidando a punta de eficacia la tímida oposición de unos partidos anquilosados y la tibieza cómplice de un Polo Democrático progresista que no atina a condenar con firmeza la bestialidad que estigmatiza a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Chávez, desde su trono, rumia su derrota. Sin Betancourt a la orden del día, su papel como negociador se verá ostensiblemente reducido. Además, su pésimo desempeño tendiendo puentes y canales de comunicación ha creado no pocos entuertos en la región. Uribe hizo bien en auparlo al proceso. Era predecible que el carácter díscolo del comandante acabaría por traicionarlo. Se trataba de una misión digna de Deng Xiaoping y no de un Pol Pot del castellano. Por otro lado, la conexión entre el narcoterrorismo de las FARC y la revolución bolivariana es más que evidente. La ruta de la droga colombiana pasa por Caracas y el oro blanco tropical terminará por imputar a sus señores. Libre Betancourt, Chávez ha perdido unas bajo la manga.
En Carondelet, Rafael Correa medita, entre luces y sombras, su próxima partida. Ecuador, otrora santuario inviolable de las FARC, ha pasado a convertirse en un alfil esencial en la guerra de posiciones de América del Sur. Lejos de normalizar las relaciones con Colombia, el gobierno de Correa ha preferido someterse al diktat revolucionario de Caracas y estrechar el cerco sobre Bogotá. Sin embargo, pronto iniciará un doble discurso -- Correa es más astuto que sus congéneres antiimperialistas -- buscando tender puentes que le permitan gobernar un frente interno que se complica conforme crece el descontento popular. Correa deduce que otro incidente en territorio ecuatoriano en el que se viesen involucradas las FARC lo colocaría entre la espada de la lealtad a Chávez y la pared del nacionalismo indigenista y el chauvinismo militar ecuatoriano. Hay amistades que cuestan demasiado. Y Correa lo sabe muy bien. Más al sur, Bolivia y Perú se enzarzarán en una nueva disputa. Mientras Alan García felicitará a Uribe y le prestará todo el apoyo que el aprismo socialdemócrata pueda aglutinar, Evo Morales, buscando distraer la atención de los bolivianos -- que aprovecharán la feliz coyuntura para declararse un poquito más autónomos -- pontificará sobre la guerrilla liberadora y anatópica y las bases militares imperialistas que violan la soberanía latinoamericana. En el fondo, a los cocaleros del MAS de Morales les preocupa que la ruta de la droga boliviana se vea resentida ante la guerra total que se avecina contra el narcoterrorismo. La comunidad internacional -- especialmente Estados Unidos -- no debe cesar en su apoyo a Colombia. Se trata de una guerra de desgaste, estamos frente a un Irak en medio de América del Sur que se prolonga por más de 40 años en un reguero de sangre. El gobierno de Uribe necesita de todo el apoyo material que los países del mundo libre le puedan prestar. Más aún si se encuentra rodeado de virtuales enemigos ideológicos, que no han dudado en prestar su apoyo material a una guerrilla que, abandonando sus dogmas revolucionarios, se dedica a traficar droga y rentabilizar un emporio del chantaje y el secuestro, prostituyendo las reivindicaciones sociales y convirtiéndolas en armas arrojadizas que buscan liquidar la democracia de Santander. En este sentido, la firma del TLC con Colombia se convierte en un imperativo que garantizará la estabilidad de la región, ante el huracán revolucionario chavista que amenaza con extenderse merced a los petrodólares. Asegurar la prosperidad de Colombia es tanto como afianzar la paz andina. Y el protagonismo en este sentido no debe pertenecerle a una potencia europea. Francia ha demostrado un interés comprensible por Betancourt, y sus gestiones se verán recompensadas por el pueblo colombiano. ¿Ha hecho lo propio el gobierno norteamericano? La liberación de Ingrid Betancourt marcará un antes y un después en la historia de la guerra colombiana contra el cáncer del narcoterrorismo. Ya lo decía el escritor José Eustasio Rivera: ''Estos crímenes que avergüenzan a la especie humana deben ser conocidos en todo el mundo''. La candidata ecologista ha permanecido sepultada en la selva -- ese infierno verde -- por más de seis años. Con ella, todo un pueblo ha sido rehén. Su libertad es, de muchas maneras, la segunda independencia de Colombia. Uribe sale fortalecido y sus pretensiones de mantenerse incólume en la Casa de Nariño ya no suenan tan descabelladas. Mucho menos para esos millones de colombianos que durante tantos años esperaron una política pragmática que, sin renunciar a la legitimidad del Estado de Derecho, encontrase un derrotero viable para sortear la cordillera de la violencia. Uribe ha logrado conjugar auctoritas y potestas, brindándole a Colombia una nueva oportunidad de vivir en paz. Las FARC reaccionarán, pero si los colombianos vuelven a ceder ante su chantaje de pólvora y metralla, el país terminará convertido en un Campo de Agramante del que nadie podrá librarse jamás.

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