martes, 22 de enero de 2008

La manía de la reelección, grave síntoma de enfermedad mental


Por: Petit Da Costa - Guerreros en acción
Ahora podemos comprobar que la no-reelección de los gobernantes, para asegurar la alternancia en el poder, es una medida profiláctica de salud mental, destinada a prevenir los efectos perniciosos del agravamiento de la “enfermedad del poder”, que contrae inexorablemente el que ejerce el más alto cargo público. Y, por contrapartida, la manía de plantear terca e insistentemente la reelección, especialmente la indefinida, es un síntoma inequívoco del desequilibrio mental característico de la “enfermedad del poder”. Todo gobernante, cuando asume el poder, está aquejado de alguna dolencia orgánica. Puede sufrir de hipertensión, colesterolemia, diabetes, asma, alergias, gastritis, insomnio, prostatitis, hipertiroidismo, o de cualquiera otra de las comunes que nos obligan al control periódico por los médicos. No hay nadie perfecto. A veces, con frecuencia insospechada, el gobernante sufre además de trastornos mentales, ignorados por él mismo, que pueden ser leves, que no lo incapacitan para gobernar, o graves, lo suficiente para tener consecuencias jurídicas. Esto se ocultó en el pasado y todavía se sigue ocultando. Pero crece la tendencia de sincerar la democracia haciendo público el estado de salud de los gobernantes. Hacerlo público antes de las elecciones para que los electores estén informados de las enfermedades que padecen los candidatos. Hacerlo público durante el ejercicio del gobierno para que los ciudadanos estén informados periódicamente sobre el estado de salud físico y mental del gobernante. Esta evaluación periódica es tanto más necesaria en cuanto hay enfermedades cuya evolución puede concluir en la incapacidad física o mental permanente, lo cual motivaría la declaración de falta absoluta del Presidente de la República y accionaría así el mecanismo sucesorio establecido por la Constitución. Al respecto ha dicho un autor: “Si a un piloto de un 747 se le exigen rutinarios chequeos de salud, un estilo de vida sano y alerta, así como reposo cotidiano riguroso, porque en sus manos está la suerte de los centenares de pasajeros que él transporta en el avión, qué no debería exigírsele a un gobernante cuyos actos pueden a afectar a millones de personas, dentro y fuera del país”. Para demostrarnos que no ha habido un gobernante totalmente sano los franceses Pierre Accoce y Pierre Rentchnic escribieron el libro intitulado “Esos enfermos que nos gobernaron.” Se referían a las enfermedades físicas que padecían incluso los grandes hombres que figuran en la historia. Aquel libro dejó sembrada la inquietud. Después de su publicación los estudiosos han dirigido su atención a las enfermedades desarrolladas durante el ejercicio del poder, sobre todo las mentales. De allí la tesis de que el poder enferma. Han diagnosticado la “enfermedad del poder”. La enfermedad del poder. A esta orientación obedece el libro del argentino Nelson Castro, titulado “Enfermos de Poder.” El más reciente en lengua española, de los tantos que vienen estudiando esta enfermedad. Al explicar porqué se interesó en el tema, lo atribuyó al famoso novelista Ernest Hemingway, a quien le llamó la atención la acción destructiva que el ejercicio del poder causa a la salud física y mental de los gobernantes. Hemingway sostenía, y los estudios posteriores lo han comprobado, que el poder afecta de una manera cierta y definida a todos los hombres que lo ejercen. Quiso decir que aún los líderes políticos que llegaban sanos al gobierno, tarde o temprano terminaban registrando en su salud la acción implacable propia de la posición suprema que habían alcanzado. Según Hemigway, observador acucioso de personajes puesto que fue un gran novelista, y cuyas observaciones motivaron los estudios científicos posteriores, los síntomas de la “enfermedad del poder” comienzan con el clima de sospecha que rodea al gobernante, que ve por todas partes el peligro del magnicidio o la traición y se rodea de anillos de seguridad que lo aíslan. Sigue con una sensibilidad crispada en cada asunto en el cual interviene, que lo hace reaccionar agresivamente pudiendo llegar al insulto y la descalificación. A esto lo acompaña una creciente incapacidad para soportar las críticas, no sólo de los adversarios sino las constructivas de sus propios compañeros y seguidores. Más adelante se desarrolla la convicción de ser indispensable y de que, hasta su llegada al poder, nada se había hecho bien. Luego, ya enfermo en grado extremo, se convence de que nunca nada volverá a hacerse bien, de no ser que él mismo permanezca en el poder hasta la muerte. El tratamiento de la enfermedad del poder Llegado a este punto el enfermo empeorará hasta la locura mientras siga en el poder. Sólo podrá sanar, sin poderlo asegurar, apartándolo del poder y enviándolo a su casa para que repose física y sobre todo mentalmente. Los más interesados en someterlo a este tratamiento deberían ser sus colaboradores inmediatos. De lo contrario, los espera vivir el drama que vivieron sus semejantes en los últimos años de Stalin: “Los allegados y esbirros del dictador empezaron a notar que el hombre perdía la concentración. De pronto nadie se sentía seguro: a la menor molestia Stalin podía mandar a ejecutar a quien minutos antes le había sonreído. Debido a su fatiga mental leía poco y recelaba de todos”. Ahora podemos comprobar que la no-reelección de los gobernantes, para asegurar la alternancia en el poder, es una medida profiláctica de salud mental, destinada a prevenir los efectos perniciosos del agravamiento de la “enfermedad del poder”, que contrae inexorablemente el que ejerce el más alto cargo público. Y, por contrapartida, la manía de plantear terca e insistentemente la reelección, especialmente la indefinida, es un síntoma inequívoco del desequilibrio mental característico de la “enfermedad del poder”. Oponernos a la reelección es, por lo dicho, y por encima de cualquiera otra consideración, un mecanismo de defensa de la sociedad para evitar los perjuicios que le pueden causar los trastornados por la “enfermedad del poder”, que siempre terminan en demencia destructiva.

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