Por: Carolina Lopez Branger
Hace
unos días almorzaba en un restaurante. En la mesa de al lado, un grupo
de jóvenes de alrededor de treinta años celebraba el cumpleaños de uno
de ellos. En la conversación proliferaron las groserías, en un alarde de
escasez de vocabulario–quizás peor en las muchachas que en los mismos
varones- y como hablaban a gritos, tanto que era difícil escuchar a
nuestros compañeros de mesa, nos enteramos a la fuerza de sus opiniones:
“Marico,
esta vaina solo se acaba matando a esa chusma”, dijo uno. Me pregunté
qué significaría la palabra “chusma” para ellos, porque ateniéndonos
estrictamente a la definición del DRAE, chusma es “un conjunto de gente
soez”. Exactamente la definición que mejor les cuadraba.
“Eón
(sic) eso es lo que yo siempre he pensado”, respondió una joven
batiendo la melena. Y por ahí se lanzaron a denostar de cuanto ser
humano no les gustaba y a “des-arreglar” el mundo a su manera.
Así
como hay cosas que me atan –y por las que no me he ido- hay una
Venezuela que detesto. Que detesto porque me arrastra al pesimismo,
cuando he sido una eterna optimista y me sume en la desesperanza, cuando
siempre he buscado razones para mantenerme esperanzada. Es la Venezuela
que vi en esos muchachos. Y no podía achacarse a la falta de educación,
porque no era difícil deducir que eran profesionales, ni a la falta de
recursos económicos, pues las botellas de güisqui de 18 años se vaciaban
en un santiamén. Ni siquiera a la falta de familia, pues en varias
ocasiones se refirieron al “viejo” o a “mi amá”. No sé si serían
religiosos, porque nada en la tertulia reveló que lo fueran.
Claro,
ir a la universidad no significa necesariamente ser educado en
amplio sentido de la palabra. Ni tener dinero hace a alguien ser
humano. Como se ha dicho tantas veces, el rancho está en la cabeza, no
en el bolsillo. Tener “viejo” y “amá” no significa tener valores de
familia, como ser religiosos tampoco garantiza nada, pues las personas
más hipócritas que conozco son las que sacan a Dios para todo, menos
para ser generosos, humildes y bondadosos, como mandan las más
importantes religiones.
Esa
Venezuela que detesto está en la falta de sentido de la existencia del
otro, de los derechos del otro, de las necesidades del otro. En la
soberbia de creerse más que los demás y con el derecho de ejercer esa
superioridad. En la estupidez de quienes se quejan de que el gobierno no
abre espacios, discrimina, insulta, agrede, lo mismo que hacen ellos.
Hasta peor, porque en
el gobierno hay una cantidad de personas que no tuvieron las
oportunidades que éstos sí tuvieron. ¿De qué se quejaban de Chávez,
cuando decía que había que exterminar a los adecos, echarle ácido
muriático al Congreso y extirpar a los copeyanos como si fueran tumores?
¿No es la misma idea, pero en sentido contrario?
En
la Venezuela que detesto las personas creen que sus opiniones son las
únicas válidas, que sus ideas son verdaderas y que los demás son caca de
perro. Que sus problemas son los únicos problemas, que sus necesidades
las únicas que tienen que ser satisfechas, que su tiempo es el único que
cuenta y que su espacio es el espacio de todos.
La
Venezuela que detesto es esa Venezuela hipócrita. La de “haz lo que yo
digo, pero no lo que yo hago”. La de fariseos y falsos moralistas que se
rasgan las vestiduras ante las acciones de los demás, pero que son
incapaces de verse en el espejo. La de quienes destruyen con palabras,
pero no aportan ni su pensamiento ni sus acciones para construir nada.
En
la Venezuela que detesto nadie tolera, mucho menos coexiste. ¿No fueron
actitudes similares las que llevaron a exterminar 6 millones de judíos,
entre ellos 1.5 millones de niños? “Esta vaina solo se acaba matando a
esa chusma”… ¿no es equivalente a lo que pensaban Hitler y los nazis de
los judíos y de todos los no judíos que por una razón u otra
consideraban sub-humanos?
La Venezuela que detesto es la Venezuela fea. Es la Venezuela sucia. Es la Venezuela estéril.
@cjaimesb
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su Comentario