Por: Luis García Planchart - Después de diez años de chavismo, las cosas han cambiado. Se nota en los mercaditos populares, en el transporte colectivo, en las discusiones de las bodegas. Aunque algunos protagonistas del 11-A, la Plaza Altamira y el Referendo se han acobardado, resignado o pasado al bando de las focas, el ciudadano de pié, que idolatraba a Chávez, comienza a reconocer, a viva voz, su equivocación. En 1992 Francis Fukuyama, filósofo doctorado en Yale, Master de Harvard y politólogo al servicio del Departamento de Estado y la Corporación Rand en EEUU, publicó un ensayo que levantó ronchas a nivel planetario: “El fin de la Historia y el último hombre”. Los comunistas consideraron a Fukuyama como su mayor enemigo de clase. Los partidarios de la Teología de la Liberación, como apologista del llamado “capitalismo salvaje”. Los socialdemócratas, como destructor de los valores de la política. Los “globalizadores”, como el portavoz de sus tesis extremistas, entre ellas, la división del mundo en productores de materias primas, manufactureros y rentistas de las bolsas. Dieciséis años después, al reencontrarnos con Fukuyama, sospechamos que muchos se quedaron en las críticas literarias o el título, y pocos tuvieron la paciencia de leer, reflexionar y analizar objetivamente las ideas expresadas por el autor. Recordamos que entonces alguien sugirió que Fukuyama había enterrado al materialismo dialéctico, una de las tres patas del marxismo-leninismo, al negar a Georg Hegel; cuando, en realidad, lo reivindicó. Otros, que negaba a Dios, al afirmar que el hombre lo había inventado, cuando únicamente citaba algunos pensadores que opinaban al respecto. Otros, que constituía una inmoralidad aseverar que los huelguistas –como ahora lo hacen los metalúrgicos de Guayana- no manifestaban únicamente por nobles ideales, sino también por pura vanidad. Es en este último punto donde radica el malestar generalizado contra Fukuyama. Pero es cierto que los huelguistas, los negros estadounidenses y los habitantes de la extinta URSS y sus satélites no arriesgaron sus vidas sólo para incrementar su calidad y estilo de vida, sino para dejar de ser invisibles, para obtener –dentro del más puro pensamiento platónico y cristiano- el reconocimiento a su propia valía, a su dignidad como seres humanos, a su autoestima. Fue esa la misma motivación que impulsó a las masas venezolanas a rebelarse contra el “puntofijismo” o IV República, a ver en Hugo Chávez Frías el líder que las sacaría del anonimato secular, que las conduciría hacia gloriosos destinos, que las liberaría, finalmente, de gobiernos indeseables en los cuales, cada día, los funcionarios y sus amigos se hacían más ricos y arrogantes, y los gobernados, más pobres y desconocidos. Empero, después de diez años de chavismo, las cosas han cambiado. Se nota en los mercaditos populares, en el transporte colectivo, en las discusiones de las bodegas. Aunque algunos protagonistas del 11-A, la Plaza Altamira y el Referendo se han acobardado, resignado o pasado al bando de las focas, el ciudadano de pié, que idolatraba a Chávez, comienza a reconocer, a viva voz, su equivocación. Hay, asimismo, generaciones que alcanzaron la edad de la razón durante el decenio, que no recuerdan la democracia de ayer -ni como paraíso perdido ni como origen de todos los males-, y que rechazan seguir viviendo en la inseguridad, el desempleo, la escasez, la carestía y la invisibilidad permanentes. La mitología “bolivariana” ya no resulta sustentable, ni material ni espiritualmente. Materialmente, pues, pese al valor creciente del barril petrolero, la improductividad promovida por el gobierno y el drene disfrutado por celestinos locales e internacionales, han sobrepasado las posibilidades del país. Espiritualmente, porque esta revolución no cuenta con héroes ni mártires –unos y otros, como los Merhi, están o cayeron en la acera de enfrente-, y sólo puede exhibir un listado de presuntos corruptos, seguros adulantes y manifiestos ignorantes, que colman los puestos burocráticos. Al voltearse el “pathos” –sentimiento popular-, junto al “Santo” –que también luce virado-, resurge el “megathymos” –la autoestima colectiva- como detonante decisivo de la sociopolítica nacional. Es menester que quienes busquen su titularidad como pastores de la oposición lo entiendan. Que recuerden, de una vez por todas, que Aquiles, el guerrero invencible de la Antigua Grecia, sólo tuvo un punto débil. Que enfoquen sus estrategias y tácticas hacia ese punto, hacia “El talón de Aquiles”.
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