Cuando las aguas son tranquilas, apenas rizadas por el viento, el faro de la orilla, o el árbol que se mira en aquel espejo plácido, tienen una imagen perfecta, repetida en la quietud líquida. Es auténticamente la rana y la corteza o el hito y el destello lo que allí vuelve a tener existencia. Y el perfil es igual, y el color igual... pero todo lo contrario. El reflejo en el agua es siempre el antípoda de la realidad. Y lo que en el aire se pierde en la altura, en el agua se vela en el abismo. En las aguas de la ausencia, del mismo modo, hay una imagen reflejada en la distancia, y a medida que se aleja en el tiempo se hace más antitética, más contraria a la verdad que estuvo cercana; porque las horas traen consigo el cambio fatal de todo cuanto pasa; por ella, el día se hace noche, y la noche alba, y la hoja verde se tiñe de cobre, y la vida se hace muerte. Razón tenía Giradoux cuando afirmaba que es "más fácil vestir el uniforme de la guerra que el día de la ausencia". Y acaso, más que nada, porque el uniforme, con el tiempo, se pasa de moda y no se está nunca a tono con el regreso. Cuando las ausencias son encontradas de nuevo en el recuerdo, pueden ser tratadas acertadamente porque fue el recuerdo que se vistió de ilusión. Pero cuando, al contrario, cuando es la ilusión pasada la que viene a toparse con la realidad presente, ya todo tiene aristas y asperezas que hacen más patente la disociación... dolorosamente.
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