Por: Antonio Sánchez García - Independientemente de lo que haga o no haga la oposición, cuyo proyecto estratégico y su línea de acción es harina de otro costal, la dinámica histórica - que decide de los acontecimientos de los hombres y el desarrollo de sus procesos - ya ha echado a andar sus engranajes. El curso inevitable del proceso político que conduce, como único y omnímodo capitán el teniente coronel Hugo Chávez, indica que ha fracasado en todas o en casi todas sus instancias. La más importante de ellas, que era hacerse con el Poder total y establecer el marco socio político y jurídico para un régimen despótico, autocrático y vitalicio - siguiendo los parámetros castristas - puede darse por definitivamente cancelada. Incluso si valiéndose de todas sus malas artes lograra la victoria aparente en el próximo referéndum de febrero, impuesto a redropelo de la voluntad popular por el voluntarismo suicida del teniente coronel. La revolución bolivariana está muerta, si es que alguna vez tuvo más vida que en los discursos majaderos, odiosos, reiterativos y altisonantes del comandante en jefe. Si lo que define a una auténtica revolución es la participación creativa de las masas y el trastrocamiento del orden político, jurídico, institucional y económico del establecimiento, luego de diez años de más y peor de lo mismo que se pretendió erradicar, la realidad es patética: este gobierno ha profundizado las taras, vicios y corruptelas de los anteriores. Ha sido un gobierno muchísimo más autoritario, más corrompido, más ladrón y más injusto que todos los habidos anteriormente, incluido el del general Juan Vicente Gómez, lo que es mucho decir. Lo que queda es lo que fue desde un comienzo: un pésimo gobierno, amparado y sostenido por el carismático y demagógico delirio del caudillo, el fanatismo de los sectores más retrasados y desamparados de nuestra sociedad, altísimos recursos financieros y una derrengada oposición carente de ideas y liderazgo. Bastaba que la seducción llegara a su fin desconcertando a los más recalcitrantes de sus fieles, los artificiales precios del petróleo comenzaran a hacer agua y la oposición a adquirir una mínima experiencia en el manejo de los asuntos políticos frente a este inédito asalto a las instituciones, para que se trancara el engranaje bolivariano. Es lo que define esta situación: Chávez y su revolución se han estancado en el pantanal de su inoperancia. Agoniza en medio de un pavoroso balance. Mientras la oposición gana espacios casi por el curso de la fuerza gravitatoria de los hechos. Esta sube, mientras aquel se desbarranca. Ese es el escenario que se abre ante nosotros a partir de enero del 2009. Hasta ahora, a la oposición la favorece, sin que haya hecho mayores esfuerzos por unirse y dotarse de una jefatura única, el inmenso poderío de la Hegemonía Democrática , asentada en la sociedad civil a partir del esfuerzo de la generación del 28, la lucha contra la dictadura de Gómez y la década post-gomecista, los tres años de gobierno octubrista y los cuarenta del Pacto de Punto Fijo. Así como la fortaleza del sistema socio-económico capitalista heredado de nuestra tradición republicana, profundamente afincado en los intereses individuales y colectivos del venezolano. El eje de esa hegemonía radica en las ideas y creencias de una cultura católica, de libre mercado, individualista, libertaria, democrática e igualitaria. Que ha asimilado sin hiatos ni grandes contradicciones nuestros componentes multirraciales, multiculturales y multiétnicos. Incluso multinacionales, asentados en una fuerte inmigración europea y latinoamericana. Una sociedad que supo aprovechar la eclosión petrolera para salir del marasmo, modernizarse a pasos agigantados, permitir una sorprendente movilidad social y dotarse de la mejor de las democracias de la región. Cuando América Latina y las señeras democracias del Cono Sur se vieran ensangrentadas por el oprobio de terribles dictaduras militares, Venezuela fue luz y faro, consuelo y refugio para cientos de miles de desterrados de Chile, de Argentina, de Uruguay. Y centro de atracción para la emigración de los países vecinos, quienes, como Colombia, Ecuador y Centroamérica drenaron gran parte de sus presiones sociales gracias a la generosa acogida de los demócratas venezolanos. Un auxilio que los países de la región les deben fundamentalmente a Acción Democrática y a COPEI, así muchos de quienes fueran sus beneficiados olviden hoy en elemental gesto de agradecimiento su respaldo a la lucha de los demócratas venezolanos contra el asalto fascista a nuestras instituciones. Es esa cultura múltiple y compleja, pero perfectamente metabolizada en la nacionalidad, la que ha reaccionado casi espontáneamente contra el asalto final del castro-chavismo a las instituciones: la ilegal expropiación de RCTV, la reforma constitucional, el quiebre del mercado, la propiedad privada y la libre iniciativa. Esos valores han sido más poderosos que el otro gran ingrediente de la hegemonía puntofijista: el clientelismo y el populismo estatal, sustentados en la universal creencia en que la riqueza de cada uno de los venezolanos es tributaria de los ingresos petroleros, base de nuestros recursos y propiedad de cada uno de los venezolanos. La creencia de que Venezuela es rica y de que todos los venezolanos tenemos el derecho natural a expoliarla se encuentra en la base del chavismo. Es la base de esta grave crisis moral, de esta irresponsabilidad colectiva y de este festín de Baltasar en que hemos venido a naufragar los venezolanos bajo la estafa de la revolución bolivariana. Es la grave deuda de que deberemos dar cuenta quienes no supimos alfabetizar moral y políticamente a parte importante de nuestros conciudadanos. Es uno de nuestros más graves errores: habernos creído ricos y haber jugado a serlo solapando nuestra responsabilidad histórica frente a nuestra ancestral pobreza. El proyecto anti hegemónico del castro-chavismo se basó en el secuestro de la figura de Bolívar y la historia independentistas, usurpándolas y poniéndolas al servicio del llamado socialismo del siglo XXI en dos grandes secuencias: en una primera fase, mediante la identificació n del anti colonialismo de la guerra emancipatoria con un anti capitalismo de nuevo cuño; y del proyecto republicano liberal y gran colombiano que le sucediera en un proyecto socialista y latinoamericano sustentado exclusivamente en nuestro poder económico. Ese proyecto, tributario del castrismo en su fase decadente y final, se sirvió del caudillismo propio de la tradición política latinoamericana y del rol desempeñado por Hugo Chávez gracias a los poderosos recursos petroleros en esta particular etapa de su bonanza. Lo que no logró la revolución bolivariana, a pesar de todos sus esfuerzos y todas sus cuantiosas inversiones, fue liquidar la hegemonía democrática y esclavizar a las masas tras un liderazgo autocrático. Ni en Venezuela ni en ningún de los países tributarios de la revolución bolivariana. Sólo pudo desarrollar lo que ya estaba a su alcance a través del populismo reinante: repotenciar una política redistributiva del ingreso, elevar la capacidad consumidora de los sectores más depauperados, consentir a las clases medias y crear una poderosa nueva élite gobernante, la llamada Boliburguesía, siguiendo los clásicos parámetros del surgimiento de las élites en Venezuela. Nacer, crecer y expandirse a costa de los ingresos fiscales convertidos en botín de los poderosos de turno. Usurpar el bien general en beneficio particular de los protegidos del régimen. Lo que condujo a los doce apóstoles de Carlos Andrés Pérez, y ahora a la élite gobernante. A los Cisneros del pasado y a los Cabellos y Rupertis del presente. El mismo musiú con distinto cachimbo. Estamos hoy exactamente como hace diez años, pero ante una situación doblemente agravada: frente a una Venezuela en crisis, consumida por la corrupción y la pobreza, que despierta como tantas veces en el pasado de una feroz borrachera de recursos dilapidados. Luego de un carnaval de ochocientos cincuenta mil millones de dólares devorados por la desidia, el manirotismo, la corrupción y el mantenimiento de masas ociosas recompensadas con misiones, becas y otras granjerías por su lealtad al caudillo. Con su infraestructura en ruinas, su economía devastada y su prestigio por los suelos. Agravado todo ello por la inseguridad y la desesperación por encontrar una salida definitiva a tanto estupro. Una década tirada al basurero de la historia. Diez años perdidos por la vanidad y la soberbia de un soldado mediocre y ambicioso. Busca Venezuela una vez más una salida a sus conflictos, enguerrillada por el discurso y la acción de un caudillo que llega a su fin traicionando sus intenciones iniciales. La imposición de un referéndum que le de legitimidad a una enmienda preñada de ilegitimidad y anti constitucionalismo le da un carácter ruin y mendaz a la coyuntura crítica que vivimos. Empujando a un proceso electoral que nadie desea, salvo el presidente de la república, y sin otro objetivo real que encubrir la gravedad del momento y falsear las auténticas disyuntivas. El país no se pregunta por la reelección o el continuismo del responsable de las actuales desgracias. Se pregunta por una salida democrática y constitucional a esta crisis. Se demanda por políticas novedosas, justas y creadoras, capaces de sacarnos del marasmo en que chapoteamos y enrumbarnos por fin y definitivamente hacia la senda de la prosperidad y el progreso. Vuelve una vez más a repudiar la regresión y la barbarie, entronizadas por un régimen que ha perdido toda legitimidad, y a exigir modernidad, civilidad y justicia. Caben dos grandes alternativas ante el futuro, independientemente del resultado de una consulta espuria e innecesaria, inconstitucional, estúpida e inútil. Que sólo pretende encubrir la gravedad de la derrota presidencial y resarcirlo con una pírrica victoria - si la consigue - ante tan importante traspiés. Que si es derrotado no tendrá la grandeza de poner su cargo a la orden y hacer mutis, que es lo que la historia quisiera. La disyuntiva es definitoria: o el régimen acomete las rectificaciones que le permitan alcanzar el fin de su mandato en sana paz, buscando con seriedad y sensatez un acuerdo de gobernabilidad con todas las fuerzas vivas de la Nación y contribuyendo a diseñar conjuntamente con la oposición el escenario de la convivencia pacífica del futuro. O insiste en su insensato curso hacia el abismo, que nos puede acarrear graves desequilibrios, la ingobernabilidad y la ruptura. Incluida su violenta salida del Poder. Que nadie quiere, que nadie pretende. Es, para nuestra desgracia, su naturaleza: incordiar hasta que desaparezca del mapa arrastrado por el sino de los tiempos. No irrumpió con grandeza en el escenario de la política nacional. Lo hizo mediante un avieso y sangriento golpe de Estado. Con la traición de aliada. No saldrá con grandeza: arrastrará sus despojos causando tanto daño como le sea posible. Debemos impedírselo.
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