Este testimonio de una joven madre da cuenta de las luchas que llevan a cabo muchos venezolanos en su proceso de adaptación a otros países y de cómo los niños viven la experiencia de la migración.
El dolor de la inmigración de los niños venezolanos se refleja en el testimonio de esta niña de 6 años
Desde hace seis meses mi esposo, mi hija y yo no vivimos en Venezuela. Digo esto y la frase se me hace extraña, no solo de escribir, sino de comprender y de sentir.
“No vivimos en Venezuela”.
Llegamos con una niña de 6 años a otro país, con otra lengua y otra cultura. Y desde que llegamos a Estados Unidos esa niña nos pregunta constantemente: “¿Por qué estamos aquí?”. Le explico, de la mejor manera posible, que su padre está estudiando y que para nosotros es una buena oportunidad de aprender otro idioma, conocer nuevos lugares y hacer nuevos amigos, pero mi respuesta parece no complacerla.
La pregunta surgió cuando las cosas empezaron a ponerse muy raras para ser unas vacaciones normales, cuando mi hija comenzó a ir a un nuevo colegio y buscamos un lugar donde vivir. Poco tiempo después, vino la misma pregunta:
—Pero lo que no entiendo es por qué estamos aquí.
Todos los que tenemos niños sabemos lo gozoso que es el lenguaje para ellos; la gran conquista de poder expresarse y de preguntar lo que les inquieta. Para ellos la lengua es infinita, no solo por la capacidad de formular distintas combinaciones, sino por la posibilidad de agotar una misma expresión, preguntando una y otra vez lo mismo, cuando no entienden algo. Es lo que ha hecho mi hija: hacernos la misma pregunta una y otra vez.
El nombre de nuestra niña es Gabriela Alegría, pero casi todos la llaman Alegría. Siento que hace honor a su nombre: tiene una capacidad increíble de creer en ella misma; piensa que si uno realmente quiere algo, eso sucederá porque sí, porque no podría ser de otra manera, y porque la magia existe y ella, al igual que Matilda, la niña que amaba los libros, tiene poderes.
Ella es de las niñas que siempre van de última en la fila del colegio porque es muy alta. Tiene el cabello castaño y largo, aunque no tanto como ella quisiera.
Una noche, mientras yo hacía las tareas de la casa, la vi encima de un banquito pequeño, asomada por la ventana del apartamento donde ahora vivimos. Continué trabajando, cuando de repente la escuché decir y sin mirarnos:
—Yo no pertenezco a este lugar.
No creo que existan palabras para explicar la repercusión que tuvo esa frase en mí. Ciertamente, tenía semanas preguntándonos y preguntándose por qué no estábamos en nuestra casa, en la casa que la vio nacer, en la única casa conocida para ella.
Gabriela Alegría, es un ejemplo del desarraigo que viven las familias venezolanas y el esfuerzo que hay que hacer para adaptarse al nuevo hogar cuando se emigra
Ciertamente tampoco había ni hay respuesta que pueda explicar esta pérdida. Ella tenía razón: ni ella, ni su padre ni yo pertenecíamos ni pertenecemos a este lugar.Lo decía su silueta allí parada frente a un paisaje tan hermoso como ajeno, en esa ventana, en este apartamento, con nosotros detrás de ella, los tres solos en un espacio que no es nuestro.
Miramos las fotografías que enviamos a la familia y parecen no tener unidad: están nuestros cuerpos superpuestos en un espacio que no es el habitual, en un ambiente distinto. Nuestras imágenes parecen el resultado de un juego, de un collage: estamos recortados y pegados en otro espacio, con cosas extrañas a nuestro alrededor. Y nos regresan imágenes de nuestra casa en Maracaibo, al noroeste de Venezuela, de nuestra familia sin nosotros y vemos que aquella mitad tampoco está completa.
Mami, olvida lo que te dije
Cuando nos dijo aquello, la tomamos de la mano, la bajamos del banquito y la abrazamos diciéndole que agradecíamos mucho que nos acompañara. Que la verdad es que ella no había tomado la decisión de venir a Estados Unidos, de no ver más a sus primos, a sus abuelas y abuelos. Que las cosas a veces cambian, pero que sin lugar a dudas volveríamos a Venezuela.
Ella continuó con altibajos emocionales, con extrañezas repentinas y con más dudas que certezas, igual que nosotros. Una vez estábamos en un parque y, muy contenta jugando, repentinamente comenzó a llorar diciendo que quería volver a Venezuela. En otras ocasiones nos dice que si no vamos a ir a Venezuela pronto, que nos traigamos a nuestra familia y las cosas de nuestra casa, e incluso comienza a imaginar dónde dormirían todos en este otro espacio en el que vivimos.
Hasta que una tarde me dijo:
—La gente en Venezuela no es feliz.
Creo que mi reacción fue tan inesperada como exagerada, porque esta vez fue ella la que me abrazó y me dijo:
—Ya, mami, olvida lo que te dije.
Yo, dejando de lado la indignación sobreactuada, dejando mi papel de maestra que tiene que dar el ejemplo y de mamá entusiasta que cree que tiene todo bajo control, me bajé hasta la altura de su rostro y le repetí la pregunta, esta vez más comprensiva:
—¿Dónde escuchaste eso?
Y mi hija de 6 años me respondió:
—Yo lo sé, soy venezolana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su Comentario