Por: Luis Pedro España - lespana@ucab.edu.ve - La devolución a la Asamblea Nacional de la aprobada a traspiés y de madrugada Ley de Educación Universitaria es todo un síntoma de cómo se vienen haciendo las cosas desde el Gobierno. Comienzo por celebrar que el Ejecutivo haya tomado esa decisión. Primero porque le ahorró al país una nueva e inútil fuente de confrontación, no porque la regulación sobre la educación superior no sea importante, sino porque lo que planteaba la ley no sólo era inaplicable, sino, además, inaceptable, por ser contraria a cualquiera de los postulados básicos de la educación universitaria. Segundo, porque se reconoció explícitamente que el marco normativo aprobado no había contado con la más mínima consulta de las instituciones y sectores involucrados. Aunque, si por esto fuera, pues, deberían echarse para atrás al menos todas las leyes que se aprobaron a toda carrera en los últimos dos meses. Especular sobre las razones por las cuales ocurrió la devolución de la ley pudiera no ser una actividad ociosa. Más cuando no sólo los legisladores y los voceros del ministerio del ramo celebraban la misma como si se tratase de una verdadera joya reivindicativa, sino que muchos de los recién investidos dirigentes juveniles del Partido Socialista Unido de Venezuela festejaban el fin de la autonomía universitaria, la supresión de la libertad de cátedra y la megaconcentración de poder académico en un funcionario, como si ninguno de ellos hubiese sido universitario y formado dentro del pluralismo democrático de nuestras casas de estudio. Pero fuera de lo que significó la defensa del sinsentido por parte de los que tomaron parte y fueron responsables de semejante disparate, los prolegómenos de su aprobación y el epígrafe de su devolución dan cuenta del marcado, sobreestimado y casi único criterio que motiva al Gobierno, a saber, controlar y colonizar todos los espacios de la sociedad venezolana. La universidad venezolana, además de ser por tradición y convicción crítica y contestaria frente al poder, difícilmente podrá ser parte del corifeo adulador del discurso oficial, ni podrá abrazar con autenticidad las propuestas que tiene el Gobierno para el sector. Más allá de las autoridades, del claustro universitario o de las distintas organizaciones que pertenecen a la educación superior, los muchachos, la masa estudiantil, sencillamente, ni comulga, ni le atrae, sino que más bien rechaza los principios de control y sumisión desde los cuales se pretende hacer de las casas de estudio del país un apéndice del Gobierno o, peor aún, de lo que éste cree que es el socialismo. Una vez devuelta la ley y hecha la invitación para el debate, evidentemente y como corresponde al verdadero espíritu universitario, la propuesta de una nueva ley aprovechando para ello la apertura que el pueblo hizo de la Asamblea Nacional debe ser una oportunidad para dejar en claro el papel que tiene la universidad para contribuir al desarrollo del país y el progreso del pueblo. Aun cuando no abriguemos ninguna esperanza de que, efectivamente, esta discusión tenga por resultado un marco normativo que permita el desarrollo del conocimiento, su difusión y aplicación para el bien del país, y bajo el entendido de que incluso puede que con esta invitación sólo se pretenda mantener distraído al principal actor activo del país político, aun así, la discusión vale la pena, así como el ejercicio por construir una educación superior como se merece el país, cuando ello sea posible, y no como ahora, cuando la obediencia y el pensamiento único e incompleto se pretende como universitario.
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