Por: Carlos Alberto Montaner - http://www.libertaddigital.com/ - ¿Quiénes la formaban? Fundamentalmente, el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre (APRA), el venezolano Rómulo Betancourt (AD), el costarricense José Figueres (Liberación), el guatemalteco Juan José Arévalo, el boliviano Víctor Paz Estenssoro (MNR), el dominicano Juan Bosch (PRD), los cubanos Ramón Grau y Carlos Prío (PRC) y el puertorriqueño Luis Muñoz Marín (PP). Todos, menos Haya de la Torre, que era el más culto y brillante, gobernaron en sus respectivos países. Todos, menos Muñoz Marín, sufrieron persecuciones y exilios. Todos, menos Juan Bosch, que en 1963 fue electo democráticamente y a los siete meses lo derrocaron los militares, hicieron reformas profundas que dejaron una honda huella en la sociedad de su tiempo. El primero en acceder al poder fue Arévalo, en 1945, pero su obra de gobierno no tuvo continuidad en la convulsa Guatemala de aquellos tiempos. ¿En qué creían? Eran demócratas convencidos, antimilitaristas, nacionalistas, anticomunistas, intervencionistas, estatistas y, en alguna medida, pronorteamericanos. Se habían reconciliado con Washington y con el capitalismo. Pensaban que los males económicos nacionales se corregían con la mítica reforma agraria, la nacionalización del crédito y el control por el Estado de ciertos servicios públicos "esenciales". Aspiraban a formar clases medias nutridas y reclutaban a sus partidarios entre los trabajadores asalariados. Naturalmente, eran keynesianos, al menos en el sentido de que creían que el empleo, la inflación y la creación de riquezas se podían modular mediante la manipulación del gasto público. Eran, también, cepalianos en lo tocante a la colocación de barreras arancelarias para provocar la industrialización mediante la paulatina sustitución de las importaciones por bienes producidos nacionalmente. Confiaban en la planificación económica como el camino moderno hacia el desarrollo. En realidad, la Izquierda Democrática era la expresión latinoamericana de la socialdemocracia europea. Procedía, como ella, de un polvoriento y ya entonces descartado análisis marxista, pero lo teñía con un fuerte componente antimilitarista, porque en esa época, en Hispanoamérica, el gran enemigo era, en primer lugar, el ejército, al cual era preciso someter a la autoridad civil. Había otros tenaces adversarios: la oligarquía rural y, muy destacadamente, los débiles pero siempre insidiosos partidos comunistas pro soviéticos. El ejercicio del poder no fue exactamente glorioso para la Izquierda Democrática. En general, tras la experiencia de varios periodos de gobierno en diversos países, la sociedad descubrió que el estatismo, la planificación centralizada y el gasto público excesivo conducían a la inflación, la corrupción de la clase dirigente –coludida con los empresarios y cortesanos mercantilistas–, la creación de burocracias parásitas –que obstaculizaban y encarecían la creación de riqueza–, el atraso tecnológico y el crecimiento de la pobreza y la desigualdad. Algunos políticos de la Izquierda Democrática, o sus sucesores, vivieron lo suficiente para rectificar los errores originales. El primero fue Víctor Paz Estenssoro. El hombre que en los años cincuenta hizo la violenta revolución nacionalista boliviana, en los ochenta, más sabio, regresó al poder para devolver la autoridad a la sociedad civil de su país, reduciendo el peso del Estado, controlando el gasto público y confiando más en el mercado que en las decisiones de los burócratas. En Perú, Alan García fue un caso parecido. Su segundo mandato ha sido, felizmente, la negación del primero. Algo similar sucedió en Venezuela: Carlos Andrés Pérez regresó al poder en 1989 dispuesto a corregir los errores de su primera estadía (74 al 79). Lo hizo, muy acertadamente, pero las rencillas políticas, llevadas al plano judicial, consiguieron, primero, sacarle del poder y, luego, condenarle a arresto domiciliario, maniobra que desgastó peligrosamente la débil institucionalidad democrática venezolana. En Costa Rica –donde más éxito tuvieron las ideas de la Izquierda Democrática, a partir de la revolución de José Figueres–, Óscar Arias dedicó sus dos periodos presidenciales a tratar de corregir los errores parciales de la teoría inicial. Ya contaba con los copiosos análisis del premio Nobel de Economía James Buchanan y de sus discípulos de la Escuela de Virginia sobre el comportamiento pernicioso del sector público, más la impresionante obra de pensadores como Mises, Hayek, Gary Becker, Douglass North y otra media docena de gigantes. Sencillamente, el punto de partida estaba equivocado. ¿Qué paradigmas quedan en América Latina? Fundamentalmente, dos: Chile –el de la Concertación y el de Piñera, que es el mismo con matices diferentes– y el alboroto chavista (nadie toma en serio la tumultuosa cleptocracia argentina). Ya no hay Izquierda Democrática. Se acabó.
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