Por: Antonio Cova - Lo que hay que oír es el sordo tronar de la ira popular que crece con los días. ¿Creerá alguien que cuando las masas parisinas enardecidas liberaron a los escasos presos que había en la Bastilla aquel infausto 14 de julio de 1789, fue porque había un líder que ofrecía una “alternativa” a Luis XVI? ¿O porque la oposición a la monarquía ya tenía un plan absolutamente bien armado, capaz de “enamorar” a las masas con un futuro luminoso? ¿O que lo mismo sucedió entre febrero y octubre de 1917 en las calles de San Petersburgo? Nadie con un mínimo de conocimiento histórico -y respeto por ese mismo conocimiento- cometería tal desaguisado. ¿Por qué, entonces, sobra la gente que se empeña en ver el desenlace que rápido se acerca en este país como una especie de evento académico? Uno donde una oposición sesuda y firmemente unida elabore un admirable “plan de gobierno”, casi que para lo que resta del recién inaugurado siglo, y con un muy atractivo líder se lance -¿por cuáles medios?, nadie se atreve a sugerirlo- a “enamorar” al pueblo, logrando al fin arrancarlo de las manos del déspota que lo mantiene encandilado. Me permito disentir radicalmente de esa visión; una que casi siempre corresponde a elucubración tardía -es decir, cuando los acontecimientos ya son historia antigua- de gente que, ni estuvo allí en el momento preciso, ni si hubiera estado habría entendido nada. No, yo creo que la Historia es tan clara que uno no sabe a cuenta de qué nos empeñamos en no ver lo que nos grita desde cada una de sus páginas. Hasta ahora la mayoría de los grandes cambios políticos han sido paridos con dolor y muchas veces sin que nadie los esperase para cuando llegaron raudos y sonoros. Es más, quienes se enseñoreaban con un poder absoluto y por eso mismo abusivo, jamás imaginaron que en muy po- cos días caerían estrepitosamente. ¿Creen ustedes que los Ceaucescu en Rumania imaginaron nunca que cuando convocaron a aquella gigantesca manifestación de apoyo a su brutal dictadura terminarían fusilados a las pocas horas? Ni tampoco la gente, agotada y desesperanzada, tenía en mente el voraz y tormentoso desarrollo que en muy poco tiempo iban a protagonizar. ¿Imaginaron las mujeres de París que, asediadas por el hambre, emprenderían el camino a Versalles al grito de “¡Queremos pan, queremos pan!”. De allí lo traerían junto con los reyes, a quienes proclamarían sus “huéspedes” en la notoria mazmorra de las Tullerías? No, amigos, esas cosas pasan y nadie puede predecir cuándo, ni de qué modo. Y como decía Kapuscinski: son inesperadas acciones de un pueblo que, de súbito, desahoga su hartazón. Después de un largo silencio, ese día, justo ese, estalla en mil pedazos su aguante, y de un manotazo da al traste con el despotismo que impúdicamente hacía de las suyas. En todos los casos históricos que conocemos hay un patrón: al principio los abusos del poder se ensañan con grupos exiguos, muy minoritarios. Envalentonado por sus logros y el silencio obsecuente de los abusados -y de la población que temerosa observa, conteniendo la respiración para no hacerse notar- el régimen amplía y amplifica sus abusos: ahora más gente, nuevos grupos, se ven arrastrados al calvario. Y eso envalentona más a los secuaces del déspota. Conscientes de la total impunidad de que disfrutan, nada les impide exhibir sus tropelías. El poder se siente blindado y por tanto invencible. Mientras, la ira sorda va minando el piso que le sostiene y las víctimas van acumulando las facturas. El poder no cae en la cuenta de que lo que ofrecía a cambio: real sin medida, prebendas a granel, son bienes no renovables y, que al verse despilfarrados por los mismos aprovechadores que le acompañan, rápido se agotan. Y lo hace mientras las necesidades de la población sometida aumentan. Las quejas, al principio apenas musitadas, se van haciendo más estentóreas y, como anotó Tocqueville sobre la monarquía borbón en vísperas del estallido revolucionario, el poder, ya muy debilitado no ve el abismo, sino que cree que aún pisa terreno firme y controlado. Cree, como dicen en Venezuela, que puede “huir hacia adelante”. Pero adelante están los rápidos del río cuya corriente enloquece. A esas alturas, ya no hay vuelta atrás. Sólo el precipicio. ¿No creen que tiene poco sentido ver si el hombre “baja” unos puntos en las encuestas, cuando lo que hay que oír es el sordo tronar de la ira popular que crece con los días? La irritación por los racionamientos se desborda por doquier, ¿es que no la perciben en cada mirada, no sienten su resuello en cada silencio ominoso, en cada huelga?
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