viernes, 23 de diciembre de 2016

Alrededores de la ausencia









Por: Noël Devaulx


Estaba leyendo en el quiosco chino cuando un campanilleo tan leve que habría podido creerse un engaño del viento me hizo dejar a un lado el libro y aguardar una confirmación. Y en efecto, luego se oyó un segundo llamado, aún más incierto y menos diverso de los ruidos del campo. Salí del pabellón echando pestes contra el intruso, algún vagabundo que acudía a mendigar pan antes del viernes, día en que se lo distribuye a los pobres, cuando vi una chiquilla de ocho a diez años que en puntas de pie trataba de alcanzar el cordón para llamar por tercera vez. Había dejado, junto a ella, una maletita como las que yo solía preparar de niño, para mis viajes imaginarios, pero envuelta en una funda que a mí no se me habría ocurrido y que daba visos de autenticidad a ese vagabundeo precoz. Por fin alcanzó el cordón provocando un sostenido repiqueteo que la dejó totalmente aturdida, tanto más cuanto que los postigos de la cocina restallaron y apareció en el umbral el ama de llaves, muy tiesa en su ropa de domingo y dispuesta a dar una lección a la descarada, sorprendida en flagrante delito. Me adelanté para evitar un drama, escoltado de cerca por Madame Grande Yvonne, nombre que la gobernanta debe a mi hermana mayor, de quien fue nodriza, y al cual se ha agregado el título de “Madame” para consagrar sus altas funciones.
-¿Adónde vas, pequeña? -le pregunté con ese tono con que intentaba simular ante los pilletes ladrones y depredadores de nidos una severidad de propietario, y que reforzaba aún más la costumbre que tengo de aconsejar paternalmente a los niños.
-Aquí -respondió.
No pude disimular una sonrisa, y ella, que sin duda aguardaba ansiosamente el resultado de su treta, rompió a reír, tranquilizada, con una confianza que me conmovió.
Del mismo lado de la reja y de las convenciones, Madame Grande Yvonne y yo examinamos estupefactos a aquella visitante extenuada pero decidida, encantadora aunque vestida como una pobre, y sin confesárnoslo ya habíamos consumado la mitad de la traición. Así entró ella en nuestra casa, en nuestras vidas -digo “nuestras” porque mi mayordomo con faldas fue conquistado tan rápidamente como su amo-, con tanta naturalidad como si siempre hubiéramos formado parte de su imperio infantil.
Aquella misma noche, cuando se quedó dormida (cosa que conseguimos no sin dificultad, debido, creo, al enervamiento del viaje, o a nuestra torpeza, pues tan pronto la reñíamos como la acunábamos), celebramos un consejo, en el que después de haber cambiado graves reflexiones sobre la tristeza de los tiempos y el abandono de la infancia, y de haber examinado minuciosamente las hipótesis más pesimistas sobre el sentido moral de los padres, confeccionamos la lista del ajuar, de las provisiones y aun el programa de estudios, que no puedo releer sin reírme: estaba lejos de pensar que mi humilde colaboradora desempeñaría en esto un papel rector, por su competencia en los quehaceres domésticos y su conocimiento de las cosas del campo. A tal punto exageramos nuestras propias luces…
La casa es lo más incómoda que se pueda imaginar y toda en corredores; una casa solariega que han desfigurado sucesivamente los granjeros que la arrendaron mucho tiempo y el gusto por un medioevo excesivo que profesaba la tía de quien la heredé. La fachada, un poco seca, cuidadosamente desahogada de rosales trepadores y de las asimetrías que en ella aclimataba la vida, es de un hermoso fin de siglo XV. Sobre el granito se destacan los marcos de la puerta y de las ventanas, en.piedra azulada de Kersanton. Ese rostro terroso de ojeras profundas se rodea de geranios frescos y de rosas, como de una vieja beldad.
A no ser por el absurdo de un quiosco chino de vidrios multicolores, por las yucas, por un presuntuoso jardín de invierno, el conjunto no estaría desprovisto de armonía. Un huerto rodeado de gruesos muros favorables a las plantas trepadoras, rebosante de flores y legumbres, prolonga la casa, de la que está separado por una zanja antaño unida al estanque, pero que hoy parece no tener otra razón de ser que esa encantadora pasarela sobre la que se abre la puerta de la torre. Una higuera se agobia hasta rozar las ventanas de la trascocina. Cada una de las tres entradas restantes se halla en mitad de un muro, de suerte que los cuadros están repartidos con tierna simetría entre dos alamedas perpendiculares. En el centro, los castaños circundan un estanque encenagado por las hojas muertas. El recinto está tan bien protegido por sus altos muros y el ruedo de árboles, que una mimosa ha consentido en instalarse en él, seducida por el sal y el zumbido de las abejas. Vista de aquí, con su ancho tejado que se inclina para abrigar la torrecilla, la casa cuya fachada es quizá demasiado grave me parece más dulce y más familiar.
Este doble carácter de vieja barraca conmovedora y de mansión señorial vuelve a encontrarse en la disposición de sus dependencias. Raras son las habitaciones de acceso directo. Algunas se abren sobre la escalera de caracol, otras en corredores sombríos, limitados por las paredes de inmensas salas. Este loteo, practicado con tanto acierto como en los terrenos suburbanos, ha cortado en dos una gran chimenea o un ajimez cuyo arquibanco ha sido sacrificado. Es justo añadir que las paredes de abeto están cubiertas de falsos tapices a los que indefinidas hileras paralelas de leones rampantes dan cierta atmósfera heráldica.
Los cuartos serían tristes si el paisaje que desde ellos se contempla no fuera una fuente siempre renovada de satisfacción y de paz. Una avenida maestuosa, concebida para el regreso de las partidas de caza sobre la blanda alfombra del otoño, donde ya no se aventuran las calesas, sube desde la hondonada donde se recata la casa solariega, y su larga procesión hacia la campiña a menudo brumosa lleva el espíritu a esas colinas boscosas al pie de las cuales se presiente el mar. Esta avenida casi regia, desproporcionada a la casa adonde conduce, dispone las hileras de sus hayas en una espaciosa nave central y en dos naves laterales que forman una masa frondosa y compacta, a la que se ordena todo el paisaje circundante. A cien pasos de la reja embiste bruscamente el muro cubierto de musgo, que a través de un pórtico ruinoso solo deja pasar la alameda central; y esta cruza sobre un terraplén lo que antaño fue un estanque. Lo divide esa elevación del terreno en dos saetines, entre los que trabajaba un molino: el molino es ahora la casa del cuidador, y el estanque una pradera. Olvidaba la exquisita capilla cubierta de un tejado tan bajo que de a trechos lo roza la hierba, y al que el único vitral levanta sin ceremonias para mirar curiosamente a las visitas.
Ese nuevo mundo, con sus archipiélagos y sus colonias, fue apenas un bocado para nuestra fugitiva. Ya al día siguiente de su llegada, en un abrir y cerrar de ojos y en dos o tres excursiones vertiginosas, había explorado el dominio a su manera. Comprendí en seguida que, contrariamente a lo que yo imaginaba de una visión infantil (en la que me parecían preponderantes ciertos detalles que nosotros no habríamos advertido), era el conjunto lo que poseía para ella una fisonomía y sin duda un olor especial; y el afectuoso conocimiento que en nuestros mejores momentos tenemos de una casa, de un paisaje, debía ser, si no me engaño, su manera habitual de percibir.
Lo cierto es que, una vez libre, cuando hubo adoptado el perro del molino, el bebé de la cuidadora y una coneja con una graciosa mancha en la nariz, debí ejercitar una tenacidad poco común para persistir en el interrogatorio que me había parecido hábil postergar hasta que descansara esa primera noche. Aun así, mis preguntas más premeditadas solo obtuvieron resultados irrisorios.
Debí recurrir a la Grande Yvonne, cuyo empirismo apenas consiguió algunas ventajas secundarias. Concluimos que la niña debía ser huérfana, no porque esto respondiera a nuestros secretos deseos, sino porque cuando tratábamos de interrogarla sobre su madre, su mirada se clavaba a lo lejos, y esa palabra no despertaba en ella ninguno de los sentimientos violentos que habíamos temido. A juzgar por vagos indicios, nos pareció que pertenecía a una familia acomodada, pero su país, por mucho que insistiéramos, era imposible de identificar, y se reducía a un palomar suficientemente reconocible por su rumor de alas y a un camino interminable cuyo valladar estaba poblado de cantos.
Apenas habíamos extraído de sus descripciones un dato utilizable cuando lo enredaba todo de nuevo mezclando elementos visiblemente imaginarios, o bien, no teniendo ojos más que para el presente, añadía: “Este es mi país”, y llevaba la confusión a su colmo. Su equipaje no pudo suministrarnos indicios más coherentes: un perro de lana negra al que le faltaba un ojo y al que todas las noches había que acostar a su lado era, con un chaleco descosido, lo que en él había de más explícito. La funda no traía inicial. En aquel revoltijo reconocí también una budinera aplastada, un carretel vacío, los restos de un ajuar, cintas, hilo de seda rosa y una gruesa aguja de zurcir.
Después de darle mil vueltas al asunto, decidí publicar un anuncio donde no sin repugnancia y contra la formal opinión del “Concejo” incluí su fotografía. Presté mi declaración ante los gendarmes y el secretario de la Alcaldía, quienes me escucharon con el más vivo interés. El secretario, antiguo patrón de barca, enternecido y deseoso de complacerme, tomó el asunto tan a pecho y desplegó tanto celo que bien pronto evité encontrarlo, cansado de enterarme diariamente de sus nuevos descubrimientos y de oírle decir que seguía una buena pista. Al mismo tiempo consulté a mi abogado en vista de una posible adopción.
Bien pronto fue necesario aceptar la evidencia: la gramática y la aritmética le disgustaban tanto como la atraían los quehaceres domésticos y la cocina. No porque fuese poco dotada, sino porque sin duda su herencia la inclinaba más a los trabajos manuales que al estudio, contradiciendo una distinción natural en sus modales y manera de expresarse, que me había asombrado desde el primer momento. Me prestó un poco más de atención en botánica y geografía, en lo que yo mismo estaba muy flojo y reducido a los manuales. Su obediencia era ejemplar, mas resultaba tan evidente que se aburría, y se embrollaba de tan buena fe en la terminología más elemental, que después de haber perseverado honestamente un mes, variado mis métodos, amenizado la clase con sesiones de prestidigitación y gritos de animales -cosas todas estas por las que revelaba pronunciada afición-, debí inclinarme ante el cepillo y la gamuza. Pero si bien los quehaceres domésticos y las labores de aguja ejercían sobre ella tal seducción (lo que llenaba de orgullo el corazón de Madame Grande Yvonne), no por eso dejaba de ser el juego su verdadero elemento, y el vaciado de un flan o de una tarta no podía alejarla por mucho tiempo de un partido de croquet.
Como yo vacilaba en darle por amigos a los ganapanes de la aldea, brutales y mentirosos, de suerte que los compañeros de su edad quedaban reducidos al chico del molino y al viejo podenco, sacaba de su propia cosecha los figurantes y el decorado de una comedia inagotable. La vida familiar y social: comidas, viajes, visitas, constituía el tema de una especie de ballet con transformaciones parecidas a las de un sueño, donde un poco de barro resultaba una torta de chocolate y una hoja de acebo un escalope; donde ella misma interpretaba los personajes más diversos: un guarda de tranvía, sugerido por una hilera de sillas; el salvaje emplumado y armado hasta los dientes, cuya vida primitiva transcurría bajo una alfombra sostenida por un palo de escoba; el ama de casa afligida por una criada insoportable, y esa misma criada charlando con el almacenero.
Pero me equivocaría si dijera que esta pasión del juego era una pasión exclusiva, pues la Grande Yvonne, muy piadosa ella misma, me hizo notar desde los primeros días la inclinación que nuestra protegida mostraba por la plegaria. En efecto, ponía en ella la misma avidez, la misma energía infatigable que en sus pantomimas y brincos. La capilla la había fascinado inmediatamente. Desde la muerte del capellán, yo no tenía autorización para conservar la hostia y rara vez se cantaba allí la misa. Pero tocábamos el Ángelus y los granjeros vecinos se reunían para la oración de la tarde. Clara -es tarde para decir que se llamaba así, y sin embargo ese nombre no debía significar para mí, al cabo de tantos años, otra cosa que luz y paz-; Clara, apenas arrodillada, se sumía en un recogimiento tan profundo que la plegaria de los mayores, torpe o distraída, me asombraba de pronto como el aturdimiento de un ciego.
A menudo, cuando la creíamos en el molino o paseando con el podenco, la sorprendíamos en una de esas conversaciones silenciosas que me parecían excesivamente graves para su edad, y de buena gana habría compartido yo el ingenuo temor, abrigado por Madame Grande Yvonne, de que los niños demasiado piadosos no estuviesen destinados al cielo. Sin embargo, una autoridad no menos considerable era de opinión diferente: el cura de la aldea, hombre excéntrico pero bueno, había empezado a dar clases particulares a Clara, abreviándole la enseñanza del catecismo con el fin de que ese mismo año pudiera tomar la primera comunión. Y cuando yo mismo iba a buscarla al presbiterio, los días en que mi trabajo no adelantaba, en que tenía necesidad de refrescar mis ideas, hablábamos de ese fervor que me parecía revelar una perturbadora discordancia en un carácter tan exuberante.
Pero el anciano sacerdote, que durante mucho tiempo frecuentara la infancia más desheredada de las ciudades, había observado a menudo las mismas tendencias profundas, y pensaba que lo sobrenatural era la atmósfera ordinaria de esas almas que aún no han atesorado su amor ni su tiempo.
-Porque la divisa de los hombres de negocios -me decía- trasciende en mucho su pensamiento: el oro es literalmente el pasado mezquino, el porvenir frío y temeroso. Nada obliga tanto a la Providencia como el espíritu de abandono, resorte de esas vidas nuevas y pródigas, y si el ángel que las asiste ve en el cielo la faz de Dios, ellas, en este mundo, ven a menudo ese ángel que las custodia.
Se mostraba encantado de una réplica de Clara, sobre la que volvía a menudo. Para ilustrar una lección sobre los ángeles y mostrar que están siempre a nuestro lado en las circunstancias peligrosas, refería la aventura de un chiquillo que a pesar de hallarse sobre la acera estuvo a punto de ser aplastado por un acoplado sin gobierno. El vehículo, cargado de hierro, rozó al chico y, al parecer, le arrancó su cartera de colegial. A lo que Clara repuso:
-Entonces habrá sido el ángel guardián quien sufrió el revolcón.
El buen sacerdote, echándose a reír, no distó mucho de hallar una confirmación de sus puntos de vista allí donde yo, conociendo a la maliciosa chiquilla, sospechaba que se trataba de otra cosa enteramente distinta.
De esta malicia que a veces lindaba con el descaro, yo mismo he conservado punzantes recuerdos, y a medida que el alivio de mi pena me permite evocarlos con mayor serenidad, más me asombra su profunda lección.
Alarmado por el vacío que se producía en mi huerto y que comprometía la cosecha, en vez de reprender a la culpable, intenté neciamente vincular ese pecadillo a los grandes principios e hice de ello ocasión para un sermón en tres puntos digno del vicario de Wakefield. Admití, como buen horticultor, que mis productos eran particularmente sabrosos, y la tentación muy comprensible, pero añadí que era preciso saber privarse de lo más agradable, no en previsión de las conservas de frutas que se preparan para el invierno -cosa que ese año sería imposible- sino por amor del buen Dios. Escuchó mi filípica sin decir palabra, con una compunción que me pareció poco auténtica. Luego no pensé más en el asunto.
Poco después debíamos festejar el día de Santa Clara. La Grande Yvonne había empezado, con mucha anticipación, a encerrarse con su ayudante de cocina, preparando sus recetas. Yo había ocultado cuidadosamente, para ofrecerlo a Clara la noche de la fiesta, un horno magnífico, algo más que un juguete, en el que se podía preparar una verdadera comida, provisto de una chimenea acodada con su correspondiente mariposa y de un reluciente escalfador, amén de los atizadores y un surtido de sartenes. Reconozco que en estas ocasiones la gobernanta y yo hacíamos gala de una gran emulación y acaso -quién sabe- un poco de celos. Y, cosa bastante divertida, manteníamos el uno respecto del otro, y ambos ante la niña, idéntico secreto.
Asistí pues, pensando que ya llegaría mi turno, al triunfo de mi rival y aplaudí los pichones rellenos, las tartaletas de fresas silvestres, el monumental Diplomático. Clara comió hasta hartarse, como si la hubiéramos tenido ayunando ocho días. Debí rechazar la mezquina e inoportuna idea de que mis consejos de mortificación no habían obtenido el resultado deseable. Madame Grande Yvonne, abrazada, halagada, ostentaba una alegría poco discreta, y aunque parezca cómico, yo tenía prisa por que llegara la noche.
Ahora bien, ante el magnífico regalo que, según advertí, impresionaba a la concurrencia, Clara permaneció perfectamente insensible: No sabía dónde poner un juguete tan pesado. Además, era un objeto inútil, ya que ella solía acercarse a la gran cocina de la casa e inclusive estaba autorizada a vigilar la sopa que hervía en el fogón, lo que era mucho más peligroso. Llegó a pretender que su muñeca preferida se quemaría al tocar el hornillo, o se rasgaría el vestido con los mangos de las sartenes. Yo no me atrevía a mirar a Madame Grande Yvonne. Pero cuando llegó la noche, al besarla antes de dormirse, interrogué a la pequeña Clara. Ella me escrutó con insolencia apenas disimulada, y repitiendo textualmente el sermón que yo temía no hubiese ejercido en ella el menor efecto, me aseguró que por amor a mí se había privado de aquello que le resultaba más agradable. Y dicho esto cayó sumida en profundo sueño, y tuve que aguardar hasta el día siguiente, después de una noche de humillantes reflexiones, para retractarme honorablemente y acabar con esa querella inútil.
Naturalmente, el argumento de una chiquilla, por extravagante que fuese, no podía poner en tela de juicio, contra el sentimiento unánime de la Tradición, el valor de la ascesis. Pero me fue más fácil pensar que existieran ciertas almas superiores, almas de santos o de niños, para quienes los dones de Dios excluyen toda segunda intención, para quienes el Valde bonum de la Creación, lejos de ser un comunicado oficial o un slogan electoral, fuese una realidad comestible.
En conjunto, sin embargo, la educación moral de mi pupila me proporcionaba menos sinsabores que la esfera de los conocimientos prácticos. Sin excesiva amargura delegué en el ama de llaves la enseñanza doméstica, pero cuando nos paseábamos los tres por el bosque, yo envidiaba sus disertaciones sobre el pico verde o el cucú, la hormiga león, la culebra y la comadreja, evidentemente plenas de leyenda y falsarias de la realidad, pero que Clara, es preciso reconocerlo, escuchaba sin fatigarse. Infinitamente curiosa de los animales, así como de los nombres familiares de las flores, que recogía en grandes ramilletes campestres, lo era aún más de los trabajos y las vidas de los campesinos. Y como era la época de la trilla, la Grande Yvonne la llevaba a dar grandes caminatas, a las que no me invitaban por temor de perturbar ese misterioso trabajo, al que rodeaba la atmósfera de espanto del sacerdocio antiguo. Al regreso, yo sabía qué eras habían visitado, en qué granjas habían bebido leche cuajada y saboreado hojuelas. El viento nos traía de los cuatro puntos del horizonte un zumbido de trilladoras, y siempre quedaba una, un poco más lejos, que no habían visitado, de suerte que Clara solo me dedicaba los días de lluvia.
Entonces, en los ratos que le dejaban libres sus quehaceres en la cochera, en la cocina o en la capilla, la enseñanza de las artes que no me eran disputadas tendría, en justicia, que haberme resarcido de mis afrentas en otros dominios. Y en efecto, durante mucho tiempo creí que esa satisfacción me sería acordada. Infortunadamente, la pequeña Clara tenía el peor gusto imaginable. Lo ridículo, inclusive lo absurdo, la atraían invenciblemente. El quiosco chino, con sus vidrios de colores y su complicado techo, era su ideal en arquitectura, y poco a poco había atestado su cuarto de todos los bibelots que yo había proscrito del salón y relegado a las bohardillas, de donde desenterraba con infalible instinto los más atroces: un pozo de porcelana que se podía llenar de agua y cuyo mecanismo funcionaba aún, un barómetro con muñecos que trajo mi tía de unas vacaciones alpinas, una celda de carmelita cuyas paredes de vidrio dejaban ver hasta las pantuflas y el misal; más aún, bajo enormes globos de cristal, una multitud de caracolas, una colección de cruces, un arbusto petrificado.
Me esforcé por corregir ese gusto vulgar. Tengo algunos buenos cuadros que en aquella época, es cierto, palidecían junto a inmensos mazacotes -el lado flaco de mi herencia- que no me atrevía a quitarme de encima antes de la desaparición total de mi parentela. Pero a mi Rouault y mi Cézanne, a pesar de todos mis esfuerzos por disuadirla, mi discípula prefería las abominables copias de Murillo y de Zurbarán que nos había impuesto la ascendencia española de mi tía. En mis álbumes, el único. que gozaba de su buena opinión era Louis Lenain, por la figura del niño que disimula tras una chimenea o en la abertura de una puerta. Tímido, aunque curioso del mundo de los mayores abrumados por las preocupaciones, ese personaje ínfimo y por añadidura inútil agradaba a Clara en virtud de no sé qué secreta afinidad. En suma, solo admitía la pintura en la medida en que pudiese reconocer fácilmente el tema, y su repulsión por la Inmaculada Concepción que sirve de retablo al altar (repulsión tanto más sorprendente para mí cuanto que nada diferenciaba ese cuadro de los horrores del salón) se debía, según ella, a que la santa Virgen era irreconocible.
Nuestra música, que siempre he considerado nuestra actividad más elevada y diferente de la de Virtudes y Serafines solo en esto: en que nos vemos obligados a volver las páginas, nuestra música le era igualmente extraña. Mal pianista, no podía yo aspirar a develarle sus arcanos. Solo toco para mí, y siempre que una especie de necesidad me impulse a revivir aquellas entre mis obras predilectas que están por azar al alcance de mi mano. Esto no impidió que me sintiera profundamente lastimado cuando al concluir aquella Alemanda de Mozart que me había costado varias semanas de estudio, o tal exquisita melodía que preludia una Suite de Bach y que me parecía cargada de cosas inefables, la veía defraudada, como si le hubiese ofrecido, para engañarla, el papel cuidadosamente plegado de un bombón o la cáscara vacía de una naranja. Pero cesé de atribuir esa indiferencia a la mala calidad de mi ejecución cuando después de comprar un gramófono le hice escuchar a Horowitz y a Gieseking. Porque la frase o la cadencia perturbadoras a las que mi vida me parece tan ligada que sigo con angustia la curva que las lleva a resolverse, cuando quería comprobar si la habían conmovido, me valían una mirada de profunda conmiseración.
Felizmente, pasábamos el anochecer sentados en un banco de piedra delante de la casa y Madame GrandeYvonne respetaba nuestro coloquio. Mirando las estrellas, que son un frágil vínculo entre la tierra y el cielo, rivalizábamos en desentrañar las formas más diversas en las nubes ya vacilantes, en los árboles, sobre todo en los abetos, donde esas formas se prodigan. Y mis ocasionales hallazgos atenuaban quizá el desfavorable juicio que se formaba Clara de mis dones.
A medida que se modificaban, una a una, mis ideas sobre la educación de las niñas, nos acercábamos a la fecha fijada para la primera comunión. Ella se mostraba tan recoleta que me costaba trabajo deshacerme de las necias aprensiones que ya he mencionado, y según esta inquietud, renovaba otra, descubría en el fondo de mis menores alegrías el temor, a decir verdad nunca adormecido, de que la pequeña Clara me fuese reclamada. Un sentimiento de precariedad echaba a perder hasta sus muestras de ternura.
Una noche en que la preocupación del trabajo que estaba realizando me tenía despierto más tarde de lo habitual, creí oír un ligero roce en el descanso, contra la puerta de mi cuarto. Sin duda había soñado, entre dormido y despierto, e iba a dormirme definitivamente esta vez cuando un ruido de pasos, discreto pero prolongado, me aterrorizó. Sabe Dios qué ideas atravesaron mi espíritu en aquel instante. La más tranquilizadora era que la niña, no pudiendo conciliar el sueño e ignorando los temores nocturnos, bajaba a la cochera para entregarse a su juego favorito. Porque esa cochera tiene una extraña ubicación dentro de la misma casa. Es un recinto inmenso, que se extiende a todo lo ancho del edificio, con una puerta que desemboca en el aguilón. Desde el interior se llega a ella a través de un pasaje abovedado y de varios peldaños, bajo la escalera de caracol. Guarda tres vehículos antiguos: una diligencia inglesa, una jardinera y una calesa que constituían, como fácilmente se adivina, una fuente de apasionantes aventuras, indefinidamente renovadas. Me incorporé y salí silenciosamente. Desde el descanso que domina la hélice de piedra vi entonces, en mitad de la escalera, iluminada de espalda por la luna que entraba por una saetera, a Clara, sentada en camisa de dormir y con los cabellos aureolados de luz. No muy seducido por este nuevo capricho, pensé mandarla a dormir, cuando un cuchicheo me detuvo. Clara rezaba, velando sobre la casa y sin duda sobre mí mismo. Me invadió un extraño sentimiento de respeto y volví a mi lecho en silencio.
Por lo demás, el mundo invisible con que ella estaba tan familiarizada y que irrita nuestros ojos de carne parecía desplazar sus fronteras a su arbitrio. Y aunque mis impresiones sean tan frágiles cuanto es posible y, fríamente consideradas, el buen sentido las rechace con violencia, debo reconocer que en algunos raros momentos pude creer que la atmósfera de la casa estaba llena de presencias, o bien yo salía del sueño con un soplo sobre los ojos.
Sin embargo, las cosas seguían su curso habitual. Madame Grande Yvonne se aprestaba a superar en mucho las hazañas de la fiesta de Santa Clara. La víspera de la solemnidad los preparativos se multiplicaron febrilmente; los cristales y la platería brillaban sobre el aparador; la costurera hilvanaba un pliegue, retocaba un frunce, secundada por nuestra postulante, cuya piedad no le impedía, en absoluto, mirarse al espejo. Nos acostamos muy tarde en la emoción del júbilo del siguiente día.
Pero a la mañana no la encontramos. No estaba en su cama, ni orando en la escalera, ni en el fondo del pasillo, ni en el huerto. Los granjeros salieron a buscarla, en automóvil o en bicicleta. Yo telefoneé a las gendarmerías y puse sobre aviso a los pescadores que habían sido sus amigos. Luego, muy rápidamente, comprendimos que se había ido como vino y que a esa hora estaría llamando a otra reja, contestando: “Aquí es” y llevando a otros su alegría.
Sin convicción me dirigí a los periódicos y a las agencias, y vi nuevamente al secretario de la Alcaldía, quien debió abandonar una pista todavía fresca para lanzarse a una búsqueda diametralmente opuesta.
No obstante, una cosa permanecía inconcebible para Madame Grande Yvonne y para mí: que ella se hubiera sustraído, no a nuestras torpes atenciones, sino a ese don de Dios al que la sentíamos tan maravillosamente predispuesta. Hasta que pocos días más tarde cayó bajo mis ojos una frase de la Epístola a los Hebreos que me hizo renunciar a toda búsqueda:
“No olvidéis la hospitalidad. Al practicarla, algunos -sin saberlo- han albergado ángeles.”
FIN

domingo, 18 de diciembre de 2016

Carta de una venezolana al Niño Jesús

Por: Mónica Corrales (pero muchos la suscribimos Niño Jesús)


Querido Niño Jesús: 

Para esta fecha, seguramente ya habrás recibido millones de cartas de venezolanos en las que sólo aparece una petición: "Libéranos de Nicolás Maduro".

Personalmente quisiera ser mucho más específica, ya que al "complacer" la simpleza de dicha petición, podrías más bien estar sentenciándonos a la consolidación definitiva de esta tiranía -"Ten cuidado con lo que pidas porque te puede ser concedido"-

Los títeres no deciden ni tienen vida propia. Permanecen en el escenario hasta que quienes manejan sus hilos consideran oportuno seguirlos presentando. Cuando les cortan el nylon es porque acabó su "vida útil". Pero nunca los guardan en el baúl sin antes tener lista y preparada a la nueva marioneta que entrará en escena. Una que no cargará el peso de la "mochila de las culpas" sobre la espalda...Nueva, flamante y "heroica".

El problema mi querido Niño Jesús es que en Venezuela no solo se hacen grandes filas por comida y medicinas. Detrás del escenario existe una "cola" mucho más indignante que pocos pueden ver. La cola de los codiciosos aspirantes a convertirse en ese nuevo títere de la izquierda castro comunista, muy usados, pero bien remunerados.


Los requisitos son simples: obediencia, sumisión y compromiso de afianzar las bases del sistema. 

Para eso se aseguraron de contar con un gran repertorio de "estrellas" y "extras" que en el camerino maquillan de "socialistas buenos". Son excelentes actores de reparto.
Grandes oradores de libretos que en la tarima las saben "cantar claritas", pero que en la práctica no producen un solo hecho cónsono con el discurso. Más allá de estabilizar y legitimar al régimen. De promover la sumisión y desactivar cualquier vestigio de insurrección que realmente pudiera dar al traste con esta oprobiosa tiranía.

Por los motivos anteriormente expuestos, mi carta de petición de este año obviará a los actores del teatro, como también a la maraña de hilos que se tejen para una transición al mejor estilo nicaragüense. Y la centraré en los espectadores...la audiencia.

1. No nos regreses a la "Venezuela de antes" ya que esa nos trajo a la Venezuela de hoy.

2. Dótanos de capacidad para saber discernir entre un comediante y un dirigente político.

3. Permítenos enfocarnos en el verdadero problema y organizarnos para extirparlo, haciendo caso omiso a las artimañas distractoras y a sus eficientes agentes.

4. Agota la inexplicable paciencia de los opositores que después de casi dos décadas, aún son capaces de hablar del "beneficio de la duda" para referirse a sus líderes.

5. Haz entender señor que el mejor aliado que puede tener una tiranía es la legitimidad que le otorgan los electores. Y que los "espacios ganados" que creemos obtener son solo la "cuota sin importancia" que les reparten a los cómplices que hacen posible tal legitimidad.

6. Transforma el conformismo y mendicidad que nos indujeron, por rebelión y exigencia ciudadana a una calidad de vida digna.

7. Extirpa de nuestros genes el de la "viveza criolla" que terminó convirtiéndonos en los más "pendejos criollos"

8. Deja caer el ímpetu de tu Justicia Divina sobre todo aquél que nos impida administrar nuestos recursos naturales y nuestros espectaculares paisajes, que con tanta generosidad decidiste darle a nuestro hermoso país.

9. Devuélvenos Señor nuestro derecho natural a vivir en un país soberano gobernado por los que nacimos dentro del territorio nacional, por nosotros, por los venezolanos!

10. Despierta el espíritu libertario de nuestros ancestros en cada uno de nosotros, haznos líderes individuales, empoderados e inmanipulables.

11. Permítenos señor devolverle el futuro y la libertad a nuestros hijos. Rescatar el derecho que tienen a crecer en su país y ser los forjadores de la nueva Venezuela. La que todos soñamos. La pujante, la de primer mundo.

De antemano gracias. 

sábado, 17 de diciembre de 2016

Para qué sirven las Techas F de tu teclado







La computadora hoy en día es una de nuestras mejores amigas. Puedes buscar prácticamente de todo con solo presionar unas teclas. Pero si hay algo que tienen las computadoras es su inseparable teclado y la barra de teclas de función “F” que tiene. Antes ni te atreverías a tocarlas por miedo a dañar en tu PC. Pues veamos para que sirven realmente:

F1

Sirve para abrir la ventana de ayuda de la aplicación que estamos utilizando.

F2

Pulsando esta tecla cuando tenemos seleccionado un archivo, nos da la posibilidad de cambiar su nombre.

F3

Abre el menú de búsqueda de un buen número de programas.

F4

Si la combinas con la tecla “Alt” cierra la ventana que tengas activa.

F5

Es muy útil cuando navegas, ya que te permite actualizar la página activa.

F6

Sirve para moverte con el teclado entre los diversos menús de un programa.

F7

Muy útil para acceder rápidamente a la revisión ortográfica y gramatical en programas como Word.

F8

Se utiliza para ingresar al menú de inicio de Windows al iniciar la computadora.

F9

Actualiza un documento en Word y sirve para enviar y recibir mails en Outlook.

F10

Activa la barra de menú de una aplicación abierta. Shift + F10 es lo mismo que hacer click derecho.

F11

Entra y sale del modo pantalla completa cómodamente en los navegadores.

F12

Con este tienes que tener un poco de cuidado. Abre el documento HTML en una ventana aparte. Si no sabes de programación es mejor que la cierres para evitar errores.

Embajador, carajeóme


Fotografía:
Casa Amarilla de Caracas, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Venezuela, foto de presentación.

El telegrama más famoso de la Cancillería Venezolana                                                                                                                    
Por: Hugo Álvarez Pifano

En la década de los años 60 -fecha en la que nos iniciamos muchos jóvenes en el Servicio Exterior de Venezuela, con la aspiración de ser diplomáticos- la Cancillería utilizaba el telegrama como el medio de comunicación por excelencia, era el más rápido y efectivo para tener correspondencia con las embajadas, consulados, delegaciones ante los organismos internacionales y otras dependencias como los puestos fronterizos. El valor de un telegrama se determinaba por el número de palabras, que si la memoria no me es infiel -como dicen los políticos de pueblo- para esa época, era de 15 palabras por  un bolívar. Entonces, las instrucciones del Despacho indicaban de economizar el mayor número posible de palabras, lo cual se traducía en un ahorro sustancial de dinero.

Ahora bien, este objetivo se lograba de dos modos: el primero, mediante convencionalismos, por ejemplo: Embajada de Venezuela en Roma (5 palabras) se decía, Embavenezroma (1 palabra), lo que representaba un ahorro de dinero de 4 palabras. Otro ejemplo: Consulado General de Venezuela en Miami (6 palabras), Consulvenemiami (1 palabra); Delegación Permanente de Venezuela ante la Organización de las Naciones Unidas (11 palabras), Delevenezonu (1 palabra), nada más y nada menos que el ahorro de 10 palabras; Puesto Fronterizo en la Piedra del Cocuy (7 palabras), Pufrozococuy (1 palabra).

El otro medio de ahorro, era el enlace y retruécano de las palabras, esto es, al dirigirse un diplomático al Canciller, se usaba en las notas de estilo la forma protocolar: “Tengo a honra hacer del conocimiento de Vuestra Excelencia” (9 palabras), en el telegrama debía decirse, Cúmpleme (1 palabra); igualmente, otra fórmula protocolar “me permito hacer notar a su cortés atención” (8 palabras) en el telegrama debía decirse, Signifícole; finalmente, al despedirse en las comunicaciones: “Hago propicia la ocasión para reiterar a Vuestra Excelencia las seguridades de mi más alta y distinguida consideración” (18 palabras), en este caso se utilizaba la expresión, Válgome.

Entonces, los jóvenes diplomáticos eran entrenados en el manejo de esta “jeringonza” y quién redactaba un telegrama, debía pasar por fuerza ante el censor del Despacho: José Luis Martínez, un maracucho de talante taciturno, quien durante unos 45 años bailó con dulzura, gracia y destreza de la Pavlova sobre la cuerda flojo-tensa de todos los regímenes políticos de medio siglo de historia. Jamás salió al exterior a desempeñar cargo alguno. No tenía estudios universitarios. 

Admirado por su memoria de elefante y sus frases acertadas a la hora de agradar a sus superiores: siempre les hacía escuchar lo que ellos amaban oír. Un maestro impecable del malabarismo en el arte de economizar una palabra a favor del fisco venezolano y un cínico sutil, para rozar con la urticante levedad de un pistilo de ortiga, la confianza personal y la estima profesional de quienes no manejaban con soltura ese difícil arte de ahorrar palabras. Tomaba muy en serio la economía de los vocablos. Se le registra en la historia de la diplomacia venezolana como el primer funcionario que alcanzó el rango de embajador sin ser un político o un militar, tampoco un doctor, antes de él la carrera diplomática llegaba para los funcionarios hasta Ministro Consejero. A él corresponde el mérito de haber roto esa infranqueable barrera. 

Querido por todos: un verdadero genio, artífice de la diplomacia venezolana, concebida como el arte de jalar mecate, en un mundo de adulación a los políticos de turno.

Nuestra historia toma como punto de partida a Vasilicio, Primer Secretario de la Embajada de Venezuela en Río de Janeiro (capital de Brasil para la época), se decía que provenía de una familia acomodada durante el gobierno de Juan Vicente Gómez, su padre tachirense como el benemérito, fue oficial de la policía del régimen –con el apodo de El Indio- después miembro del ejército y finalmente Cónsul en Georgetown, Guyana. Tuvo el acierto de  mandar a estudiar a sus tres hijos a Europa, de este modo el muchacho logró un doctorado en Italia, en el mejor instituto para los estudios de diplomacia: La Facultad de Ciencias Políticas Cesare Alfieri, adscrita a la Universidad de Florencia. Se inició como tercer secretario en Roma, segundo en Bruselas y para dicha personal casó con una bellísima heredera de la zona centro occidental de Venezuela. Su carrera diplomática marchaba viento en popa a toda vela, como decía Espronceda del famoso bergantín. Río de Janeiro era uno de los destinos más apetecibles en el servicio exterior venezolano. 

Hay que recordar que Brasil fue un imperio, con una aristocracia, de modales finos y gusto refinado. Vasilicio tenía cultura, hablaba tres idiomas, poseía glamour, don de gentes y disfrutaba de una situación de cuentos de hadas. En el mundo diplomático se movía con la satisfacción de un zorro en un corral de gallinas. Pero, como la dicha no es completa, había dos problemas que él afrontaba a diario: el embajador, uno de los diplomáticos más emperifollados de Venezuela, un viejo retrógrado muy próximo a cumplir 80 años, amigo entrañable del presidente, con un sobrino llamado Rómulo en honor al jefe de estado, hijo de un hermano con rango de general, uno de los jefes de la Casa Militar. Este anciano decimonónico se sentía disminuido ante un diplomático joven, brillante y de éxito social. Algo que muchos embajadores no pueden soportar de los diplomáticos de carrera, por esa razón trataban de quitarlos de en medio, una piedra en el zapato.

Pero, como si todo esto fuera poco, afincó su situación de incomodidad por el lado del racismo. Como hemos dicho, Vasilicio venía de una familia de los Andes venezolanos del Táchira, con algunos rasgos indígenas, lo que lo hacía muy venezolano y con un aire exótico de hombre atractivo para las mujeres europeas, de hecho en Florencia siempre tuvo éxito con las chicas toscanas, mujeres muy exigentes.

Muchos años después de todo esto, presté servicios en Brasil durante cuatro años, como Ministro Consejero de la embajada de Venezuela, encontré a dos funcionarios afro-brasileños: Waldir Azeredo dos Santos y José Roque da Costa, me contaron que en la residencia del embajador no entraban los negros -o persona alguna de color- ni siquiera a lavar la piscina. Más aún, que el embajador siempre se sentía a disgusto porque Vasilicio no era un catire. 

Como consecuencia de este estado de cosas, el joven diplomático solicitó su traslado. Sus allegados en la Cancillería le sugirieron paciencia, una conducción del asunto con calma y cordura. Le indicaron, que ese embajador era un viejo, muy entrado en años, que pasaría a retiro muy pronto, por lo tanto debía tener paciencia. El consejo fue: “Mantén la compostura y si algo pasa en los próximos días, informa”.

A los dos días se recibió un telegrama: Embajador carajeóme, espero instrucciones. Todos en la Cancillería se miraron las caras ¿Será una clave secreta? ¿Tendrá esto algún significado criptográfico? 

Rápidamente fue llamado Chiquitín Ettedgui, jefe del servicio de criptografía, para descifrar este extraño mensaje. El experto en descifrar lo indescifrable. No señor, no había nada secreto y mucho menos encriptado. Era el bueno de Vasilicio, tratando de ahorrarle más de 50 palabras al Despacho de Relaciones Exteriores, pues lo que el primer secretario trataba de decir en lenguaje explícito, no exento de humor, era: “El Embajador me mandó bien largo al carajo. Espero la nota de cese de mis funciones y la orden de regreso al país, asímismo, pasajes de vuelta para mí y mi familia, viáticos, y el pago de los gastos que ocasiona el traslado de mis bienes y menaje de casa”.

¡Que disciplina, economía de recursos y esperanza de seguir formando parte de un cuerpo social! Ser un diplomático de carrera en Venezuela. Un anhelo constante para miles de venezolanos y un orgullo para centenares de otros tantos. Todo desapareció como un puñado de sal disuelto en el agua, primero en la era de Miguel Ángel Burelli, un vano y necio canciller, bueno para nada, destructor de la carrera diplomática en Venezuela. Después, en los tiempos en que Venezuela alcanzó gran relevancia internacional como desmedido país populista, de la mano del actual gobierno, éste lamentablemente privilegió la fidelidad política a la revolución bolivariana, antes que a la preparación académica, la vocación de servicio y la honradez y experiencia, para un oficio de toda una vida como es la carrera diplomática. 

Pasarán muchos años, antes de que Venezuela vuelva a tener una carrera diplomática que responda a sus intereses como nación y a su visión geopolítica de un gran país latinoamericano, como está llamado a ser en un el futuro.


Miguel Angel Landa



Lo confieso: no tengo idea en donde estoy ni para donde voy. Las que fueron mis referencias para ubicarme en Venezuela han desaparecido. Es como volar en la niebla sin radio y sin instrumentos. 

Nací y crecí en Caracas pero ya no soy caraqueño: no me encuentro a mí mismo en este lugar convertido hoy en relleno sanitario y manicomio, poblado por sujetos extraños, impredecibles, sin taxonomía. 

A lo largo de mi vida recorrí casi todo el país, lo sentí, lo incorporé a mí ser, me hice parte de él. Hoy no lo reconozco, no lo encuentro. El extranjero soy yo.

Ocho generaciones de antepasados venezolanos no me ayudan a sentirme en casa. Nos cambiaron la comida, los olores de nuestra tierra, los recuerdos, los sonidos, las costumbres sociales, los nombres de las cosas, los horarios, nuestras palabras, nuestras caras y expresiones, nuestros chistes, nuestra forma de vivir el amor, los negocios, la parranda, o la amistad.

Forzosamente nuestro cerebro y nuestro metabolismo se fueron al carajo, ese ignoto lugar carente de coordenadas. Hoy somos zombis, ajenos a todo, letras sin libros, biografías de nadie. Nos quedamos sin identidad y sin pertenencia. Una forma muy ocurrente de expatriarte: en lugar de botarte a ti del país, botaron al país y te dejaron a ti.

Hoy Venezuela agoniza en algún exilio, pero no en un exilio geográfico. No, Venezuela se extingue aceleradamente en un exilio de antimateria, sin tiempo ni espacio.

Cualquiera sea el intersticio cuántico en donde se desvanece Venezuela, no podremos llegar a él. El país desapareció de la memoria de las cosas universales; no existen unidades o instrumentos capaces de medir su extraña ausencia.

No hay un cadáver que sepultar, ni sombra, huella, o testamento que atestigüen una muerte. Todo se perdió en un críptico agujero negro.

Más que una muerte esto ha sido una dislocación en el espacio-tiempo. Pronto se dirá: “¿Venezuela? Venezuela nunca existió Vamos a buscarlo JUNTOS….Tengo extraviado a mi país desde hace unos años y se llama VENEZUELA. Era un país donde tú encontrabas solidaridad, paz, amor, unión. 

Donde todos nos veíamos como hermanos de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol a pesar de ser hijos de diferentes padres. 

Donde salía a rumbear a las 9:00 p.m. y regresaba a mi casa a las 3:00 a.m. y no me pasaba nada. Donde estaba en una parada esperando un transporte público a cualquier hora del día y me sentía tranquilo y seguro. 

Donde iba al supermercado y no sabía cuál mayonesa, margarina, mantequilla, aceites, harinas, atunes, sardinas, detergentes, leche, azúcar, entre otros, escoger por la cantidad que habían y de distintas marcas. 

Donde iba a la escuela o liceo y respetaban al maestro o profesor. 

Donde en diciembre compartía las hallacas con los vecinos y con todos los amigos que llegaban a nuestras casas terminaba jugando domino. 

Donde el venezolano viajaba orgullosamente a otro país y cuando preguntaban de dónde vienes, rápidamente respondía de VENEZUELA.

Donde iba a comprar unos zapatos, un pantalón, etc. y aún quedaba dinero. 

Donde para él “esta barato dame dos” no había que pedir permiso. 

Donde cada domingo en familia se desayunaba arepa con queso guayanés, reina pepeada, perico o caraotas y carne mechada sin hacer colas.

VENEZUELA es un lugar donde entre sus playas quedo mi niñez, tendido al viento y al sol. Tiene muchísimas cosas maravillosas ese país, tu país, mi país.

HOY LES PIDO CON MI CORAZÓN ROTO DE TANTO EXTRAÑARLO, que si ustedes lo ven, le digan que llevo su luz y su aroma en mi piel y el cuatro en el corazón. Que amo, lloro, canto, sueño con volverlo a ver.

CÓMO TE EXTRAÑO MI VENEZUELA QUERIDA.-

Pasen este mensaje que con dolor hoy escribí para ver si alguien me da alguna pista de mi país.. Porque después de esta vida no hay otra oportunidad… 

TE AMO VENEZUELA….

La Ventana Indiscreta de Delcy

Por: Milos Alcalay








Las actuaciones escandalosas de la Canciller Delcy Rodriguez al anunciar que entraría  por la ventana para asistir por la fuerza a la reunión de MERCOSUR, evento al que  expresamente  estaba excluida como consecuencia de la decisión adoptada por los cuatro miembros originarios de cesar a Venezuela de sus derechos como miembro pleno a partir del 2 de Diciembre,  aleja y aísla aun mas al Gobierno del Presidente Maduro del escenario internacional.  Hasta el Ministro de Relaciones Exteriores del Uruguay   Rodolfo Nin Novoa afirmó “Entrar a la fuerza en la Cancillería de Argentina me parece un acto grave desde el punto de vista diplomático bilateral”
Ciertamente es grave utilizar la “diplomacia espectáculo”  en la que nuestra máxima representante diplomática aparece violando todas las normas diplomáticas y de cortesía internacional. Pero más grave aún son  los argumentos que dio la Canciller Venezolana en ese momento de comportamiento patotero, al continuar insultando a los Presidentes de los países miembros calificando a uno de los Jefes de Estado como golpista, a otro como  fascista, y al tercero como narcotraficante. “Todos ellos –según informó-  unidos en una Triple Alianza Golpista contra Venezuela”.  Si ello es así, por que la insistencia de formar parte de un organismo intergubernamental en el que no cree y que insulta a sus Gobernantes de manera primitiva?
Igualmente graves son sus declaraciones frente a la Cancillería al anunciar  que rechaza la política neo-liberal de MERCOSUR, lo que confirma que la razón de no haber incorporado en la legislación normas fundamentales como el de la creación de la zona de libre comercio, nos excluye de la razón de ser el Tratado. Ello  no es un inconveniente temporal, sino que refleja que no cree en los principios de construir un Mercado Común del Sur. Su actitud es grave porque no quiere entender la diplomacia bolivariana  que los cambios políticos ocurridos en la región, han retornado a convalidar  los principios originarios del organismo subregional y ello implica exigir el cumplimiento de compromisos comerciales, arancelarios y de libre comercio. Y eso es lo que rechaza expresamente Delcy Rodriguez. ¿Por qué entonces insiste en entrar a un Club en el que desconoce su patrimonio normativo e histórico? Es cierto que sus aliados del pasado Lula, Dilma, Kirschner, Lugo, Mujica - con quienes Chávez logró transformar el ALCA en ALBA- tenían coincidencias ideológicas que anteponían estrategias políticas a las comerciales. A lo mejor esta es la razón por la que la Canciller se reunió durante su confrontación con los piqueteros que la apoyaron en su manifestación anti-diplomática. O  la torpeza de la reunión Cumbre Maduro-Castro para aplaudir los 15 años del ALBA y en la que Cuba condena a MERCOSUR. Si ello es así, por que no sale de MERCOSUR como salió de la CAN para integrarse a una disminuida ALBA? Tampoco se entiende la presencia permanente del Canciller Boliviano, país quien no es miembro pleno de MERCOSUR, y que es incondicional ideológico. Y finalmente está latente la exigencia de la clausula democrática
El show Porteño  es un grave precedente que  no intenta cumplir la normativa de MERCOSUR  sino destruirla, como han hecho con las instituciones en Venezuela. Y ello no lo lograra en la región