miércoles, 30 de septiembre de 2015
martes, 29 de septiembre de 2015
martes, 22 de septiembre de 2015
Lecciones para limpiar como un budista
Texto: Bárbara Asnaghi
http://vidasana.yahoo.com
Si intentas juntar energías para darte a la tarea de desempolvar y limpiar cada rincón del hogar, pero siempre encuentras algo mejor que hacer, lee esta nota. Al parecer, los monjes budistas le darían a la limpieza de la casa un significado profundo, que podría serte de ayuda. Te lo revelamos.
Pero el budista no se refiere solamente al templo, sino a los hogares individuales de las personas. Así, limpiar podría transformar nuestras vidas, si lo tomamos como un trabajo espiritual. También podría convertirse en una forma de liberar la mente y despejarla de los problemas.
1. “Quienes no cuidan los objetos, tampoco cuidan de las personas”. Como los objetos han sido creados con esfuerzo y dedicación, al limpiar, debemos tratarlos con cuidado.
2. Se debe ser agradecido con las cosas que nos han servido en algún momento. Lo que no se usa, debe ser reciclado y dado a alguien que pueda hacer buen uso de ellas.
3. La limpieza debe hacerse a primera hora de la mañana. “Si empezamos en silencio, rodeados por la calma, cuando la vegetación y las personas de alrededor aún duermen, nuestro corazón se sentirá en paz, y nuestra mente, despejada”. Por la noche, antes de dormir, se debe juntar todo y ordenarlo, para poder empezar la limpieza al día siguiente. Aunque cueste al inicio, esta práctica permitirá que tu cuerpo y espíritu estén “despejados” durante todo el día.
4. Antes de limpiar, abre las ventanas y ventila para purificar el aire. El aire puro abrirá también tus ganas de limpiar y de empezar un nuevo día. Así, “entrarás en contacto con la fragilidad humana, la naturaleza y la fuerza de la vida”, según Matsumoto.
8. Recoge los platos después de las comidas, desecha la basura orgánica, evita que se acumule el agua en sitios y recipientes y poda bien la vegetación. Así, no tendrás que matar insectos innecesariamente.
9. Céntrate en el presente, y recuerda el dicho: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.
10. Divide las tareas de limpieza con el resto de la familia, ya que es una forma de valorar lo que los demás hacen por uno. Esto nos ayudaría a comprender que nuestras existencias dependen unas de otras.
http://vidasana.yahoo.com
Si intentas juntar energías para darte a la tarea de desempolvar y limpiar cada rincón del hogar, pero siempre encuentras algo mejor que hacer, lee esta nota. Al parecer, los monjes budistas le darían a la limpieza de la casa un significado profundo, que podría serte de ayuda. Te lo revelamos.
El significado de la limpieza espiritual
Limpiar el templo es una de las tareas espirituales en el centro budista en donde vive el monje tibetano Tulku Thondup, como cuenta en uno de sus relatos, publicados en su sitio web. ¿Por qué? “Si supiéramos la virtud, el mérito y el propósito de limpiar, seríamos capaces de apreciar la tarea como un privilegio en vez de una carga. No nos parecerá más un trabajo sucio, sino una oportunidad de practicar la meditación de una forma única. Podría convertirse incluso, en una fuente increíble de beneficios, y una forma de crecer en fuerza espiritual, mental y emocional”, señala Thondup.Pero el budista no se refiere solamente al templo, sino a los hogares individuales de las personas. Así, limpiar podría transformar nuestras vidas, si lo tomamos como un trabajo espiritual. También podría convertirse en una forma de liberar la mente y despejarla de los problemas.
Toma nota de los consejos para limpiar la casa, del monje budista japonés Keisuke Matsumoto, según la agencia de noticias EFE, y recogidos por el diario La Vanguardia de México.
1. “Quienes no cuidan los objetos, tampoco cuidan de las personas”. Como los objetos han sido creados con esfuerzo y dedicación, al limpiar, debemos tratarlos con cuidado.
2. Se debe ser agradecido con las cosas que nos han servido en algún momento. Lo que no se usa, debe ser reciclado y dado a alguien que pueda hacer buen uso de ellas.
3. La limpieza debe hacerse a primera hora de la mañana. “Si empezamos en silencio, rodeados por la calma, cuando la vegetación y las personas de alrededor aún duermen, nuestro corazón se sentirá en paz, y nuestra mente, despejada”. Por la noche, antes de dormir, se debe juntar todo y ordenarlo, para poder empezar la limpieza al día siguiente. Aunque cueste al inicio, esta práctica permitirá que tu cuerpo y espíritu estén “despejados” durante todo el día.
4. Antes de limpiar, abre las ventanas y ventila para purificar el aire. El aire puro abrirá también tus ganas de limpiar y de empezar un nuevo día. Así, “entrarás en contacto con la fragilidad humana, la naturaleza y la fuerza de la vida”, según Matsumoto.
8. Recoge los platos después de las comidas, desecha la basura orgánica, evita que se acumule el agua en sitios y recipientes y poda bien la vegetación. Así, no tendrás que matar insectos innecesariamente.
9. Céntrate en el presente, y recuerda el dicho: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.
10. Divide las tareas de limpieza con el resto de la familia, ya que es una forma de valorar lo que los demás hacen por uno. Esto nos ayudaría a comprender que nuestras existencias dependen unas de otras.
Sugerencias para tus ojos
Es importante seguir ciertos tips para tener una buena salud ocular.
- Ilumina tus ambientes
Si estás leyendo o escribiendo algo, trata de hacerlo en un ambiente correctamente iluminado para no forzar mucho la vista. Utilizar luz tenue es mejor.
- Relaja la vista
Si trabajas frente a una computadora durante muchas horas, tu visión se puede cansar y dañar. Una buena forma de relajarte es mirar durante veinte segundos un punto fijo en el horizonte.
- Lávalos constantemente
Trata de lavar la zona de tus ojos por lo menos dos veces al día. Hacerlo en las mañanas y en las noches es lo ideal. Lavarlos con agua es suficiente para eliminar las partículas.
- Baja el brillo de tu celular
Aunque no lo creas, si los aparatos electrónicos que utilizas están configurados con el máximo brillo, estás dañando tus ojos poco a poco. Rebaja el brillo hasta un nivel donde no te moleste y puedas ver sin problemas.
- Utiliza lentes protectores cada vez que sales
Los rayos del sol siempre están ahí presentes para dañarte los ojos. Trata de siempre utilizar unos buenos lentes con protección de rayos UV. El sol te puede llegar a quemar la retina.
- Lávate las manos
Si bien lo ideal es que no te estés tocando los ojos, es muy probable que lo hagas inconscientemente durante el día. Es por eso que debes de tener siempre las manos limpias y desinfectadas.
- Realízate exámenes
Así sientas que tus ojos están perfectos y no tienes ningún problema, es bueno acudir al oftalmólogo por lo menos una vez al año para evitar sorpresas.
Tomado de: http://ve.emedemujer.com
miércoles, 16 de septiembre de 2015
¡Lea y ANALICE!
Condicione su voto" por Jesús Petit Da Costa
1) En 2004 aseguraron que se ganaría el referéndum revocatorio, porque así lo pronosticaban las encuestas. Cometido el fraude por la tiranía, lo convalidaron quedándose la denuncia únicamente en palabras.
2) En 2005 el pueblo se rebeló con una abstención subversiva (85%), que deslegitimaba totalmente a Chávez.
3) En 2006 hicieron esta promesa: “ganamos y cobramos”, para convencer al pueblo de que no reincidiera en la desobediencia civil y fuera a votar.
4) En 2010 aseguraron: “esta vez sí vamos a ganar.”
5) En 2013 le volvieron a prometer: ganamos y cobramos.
6) En 2013 se descubrió que Maduro ocultaba su partida de nacimiento y el acta de defunción de Chávez, lo que hace presumir su ilegitimidad (por la nacionalidad y por los vicios de la sucesión presidencial).
7) En 2014 tres disidentes (López, Ledezma y Machado) exclamaron: “la salida está en la calle.” Y los jóvenes se echaron a la calle, exponiendo su vida y su libertad. Es el sacrificio que siempre ha dado la juventud por la patria desde 1814.
8) Ahora en 2015 repiten: “triunfo seguro, porque las encuestas muestran que llevamos una ventaja de 25% por lo menos”. Y le prometen a usted que todo cambiará el 6 de diciembre por arte de magia. Será otra Venezuela.
Traducido al lenguaje llano: si ganan las elecciones no exigirán la salida de Maduro, quien seguirá en la presidencia con la ayuda de los diputados que usted elegirá, los cuales colaborarán con él para estabilizar el país y al gobierno títere de Cuba (no lo digo yo; soy el primer sorprendido de esta indiscreción: usted votará para que saquen a Maduro y ellos, en lugar de hacerlo, van a colaborar con él para que llegue al final de su mandato ilegítimo. ¿No lo cree? Búsquelo en internet).
Con los antecedentes penales por estafa política que ya tienen estos señores y su confeso propósito de reincidencia (no van a sacar a Maduro sino a colaborar con él en estabilizar el país para que su gobierno no corra peligro de ser derrocado) nadie en su sano juicio les daría su voto porque pasaría por pendejo.
Pero como usted está obsesionado en votar sin mirar a los lados, le recomiendo, para no pasar por pendejo, condicionar su voto.
Exija un compromiso público y solemne, firmado por todos los candidatos a diputados que se dicen de oposición, de convocar al pueblo a permanecer en la calle hasta la renuncia de Maduro, tanto si se pierde (porque, si es tanta la ventaja en las encuestas, sólo puede se puede perder por un fraude masivo), como si se gana porque el resultado favorable debe interpretarse como un mandato imperativo: la orden de salir de Maduro.
Sólo si los candidatos asumen este compromiso solemne y público déle su voto, que si lo pierde porque no cumplen la promesa, por lo menos no pasa usted por pendejo y ya ajustará cuentas con ellos.
Pero si el candidato de su circuito no firma, no vote por él por colaboracionista. Ni un solo voto para un colaboracionista. No le quedará a usted el peso de conciencia de haber ayudado indirectamente a Maduro a seguir en la presidencia, porque se dejó engañar una vez más habiéndosele advertido.
Le están pidiendo su voto unos individuos con estos antecedentes:
1) En 2004 aseguraron que se ganaría el referéndum revocatorio, porque así lo pronosticaban las encuestas. Cometido el fraude por la tiranía, lo convalidaron quedándose la denuncia únicamente en palabras.
2) En 2005 el pueblo se rebeló con una abstención subversiva (85%), que deslegitimaba totalmente a Chávez.
En lugar de llamar estos supuestos
líderes al pueblo a la calle para darle el golpe de gracia, le hicieron
el favor de satanizar la subversión espontánea, la mayor demostración de
desobediencia civil que haya habido.
3) En 2006 hicieron esta promesa: “ganamos y cobramos”, para convencer al pueblo de que no reincidiera en la desobediencia civil y fuera a votar.
¿Qué
hicieron? Se declararon perdedores antes de que terminara el escrutinio.
4) En 2010 aseguraron: “esta vez sí vamos a ganar.”
Pero convalidaron el
fraude diciendo: “de todos modos tenemos suficientes diputados en la
Asamblea para impedir que la tiranía haga lo que le venga en gana.” Y,
desde entonces, la tiranía ha hecho lo que le viene en gana.
5) En 2013 le volvieron a prometer: ganamos y cobramos.
Ganaron la
elección presidencial, según ellos mismos. Pero no cobraron.
Convalidaron el fraude. Se excusaron diciendo: “no podemos causar
derramamiento de sangre.” Y después ha habido una mortandad mientras
mantienen al pueblo desmovilizado.
6) En 2013 se descubrió que Maduro ocultaba su partida de nacimiento y el acta de defunción de Chávez, lo que hace presumir su ilegitimidad (por la nacionalidad y por los vicios de la sucesión presidencial).
Y los que
ahora le piden su voto, dijeron que eso era irrelevante, absteniéndose
de demandar la exhibición de ambos documentos. Si es irrelevante tampoco
los exigirán si ganan.
7) En 2014 tres disidentes (López, Ledezma y Machado) exclamaron: “la salida está en la calle.” Y los jóvenes se echaron a la calle, exponiendo su vida y su libertad. Es el sacrificio que siempre ha dado la juventud por la patria desde 1814.
Fueron traicionados por los mismos políticos que le están pidiendo que
vuelvan a votar por ellos.
8) Ahora en 2015 repiten: “triunfo seguro, porque las encuestas muestran que llevamos una ventaja de 25% por lo menos”. Y le prometen a usted que todo cambiará el 6 de diciembre por arte de magia. Será otra Venezuela.
Pero como la mentira
tiene piernas cortas, el líder máximo del partido más colaboracionista
cometió esta indiscreción ante la prensa: “una nueva mayoría en el
Parlamento no implicará la salida inmediata de Maduro, pero sí conducirá
a la estabilización del país”.
Traducido al lenguaje llano: si ganan las elecciones no exigirán la salida de Maduro, quien seguirá en la presidencia con la ayuda de los diputados que usted elegirá, los cuales colaborarán con él para estabilizar el país y al gobierno títere de Cuba (no lo digo yo; soy el primer sorprendido de esta indiscreción: usted votará para que saquen a Maduro y ellos, en lugar de hacerlo, van a colaborar con él para que llegue al final de su mandato ilegítimo. ¿No lo cree? Búsquelo en internet).
Con los antecedentes penales por estafa política que ya tienen estos señores y su confeso propósito de reincidencia (no van a sacar a Maduro sino a colaborar con él en estabilizar el país para que su gobierno no corra peligro de ser derrocado) nadie en su sano juicio les daría su voto porque pasaría por pendejo.
Pero como usted está obsesionado en votar sin mirar a los lados, le recomiendo, para no pasar por pendejo, condicionar su voto.
Exija un compromiso público y solemne, firmado por todos los candidatos a diputados que se dicen de oposición, de convocar al pueblo a permanecer en la calle hasta la renuncia de Maduro, tanto si se pierde (porque, si es tanta la ventaja en las encuestas, sólo puede se puede perder por un fraude masivo), como si se gana porque el resultado favorable debe interpretarse como un mandato imperativo: la orden de salir de Maduro.
Sólo si los candidatos asumen este compromiso solemne y público déle su voto, que si lo pierde porque no cumplen la promesa, por lo menos no pasa usted por pendejo y ya ajustará cuentas con ellos.
Pero si el candidato de su circuito no firma, no vote por él por colaboracionista. Ni un solo voto para un colaboracionista. No le quedará a usted el peso de conciencia de haber ayudado indirectamente a Maduro a seguir en la presidencia, porque se dejó engañar una vez más habiéndosele advertido.
El declive de la educación en Venezuela
Desde
la primera etapa de su Gobierno, Hugo Chávez, se planteó como un reto
la creación de un hombre nuevo. Ese hombre que le era indispensable al
Socialismo del siglo XXI para echar raíces en Venezuela.
Para
tal reto, ideó misiones educativas a todos los niveles, en especial a
nivel preescolar, primario y secundario. Una de las más emblemáticas fue
la Misión Robinson, creada en julio de 2003 para erradicar el
analfabetismo, que según cifras no verificadas del Gobierno, alcanzaban
para ese año 1,5 millones de venezolanos, 300.000 más que los 1,2
millones que había arrojado el Censo Nacional de 2001.
Las
tempranas maquinaciones de las estadísticas del Gobierno, más una
aceitada maquinaria publicitaria, hicieron que parecieran creíbles los
¨logros¨ que anunciaban en la Misión Robinson. Tan creíbles que en
octubre de 2005, la Unesco declaró al país libre de analfabetismo
afirmando que Venezuela estaba dando “su más relevante contribución en
la marcha común hacia la educación para todos”.
Pero,
como nada está oculto bajo el sol, cuando en 2011 se realizó el Censo
Nacional, la verdad salió a la luz, cuando el propio Instituto Nacional
de Estadística (INE) tuvo que informar que 4,9% de la población era
analfabeta (es decir de una población de 28.946.101 habitantes, de 1,4
millones venezolanos no sabían leer ni escribir). Un pobrísimo
resultado: Desde 2003 a 2011, es decir en ocho años, la revolución tan
solo había logrado alfabetizar menos de 100.000 venezolanos, del 1,5
millón que estimaron; pero en ese lapso se sumaron unos 200.000 más
analfabetos de los que existían en 2001.
La
realidad es que la Misión Robinson es otra promesa fallida, de las
tantas que acumula la revolución bolivariana, que apenas muestra la
punta del iceberg del gran fracaso que registra en materia educativa.
En el afán de ideologizar y adoctrinar a los niños y adolescentes, el Gobierno ha dejado de lado, por ejemplo:
1)
El contenido de la instrucción. Ha eliminado del contenido curricular
materias básicas como matemáticas, física, química y biología, así como
también las materias sobre moral y cívica. Además ha distorsionado la
historia, para justificar la desinstitucionalización democrática y la
imposición del Plan de la Patria.
2)
La calidad de la instrucción. Esta vez está cada vez más golpeada por
la creciente escasez y falta de preparación de los docentes. Una
profesión que está muy mal pagada, que no ofrece atractivo ni recompensa
a quienes la escogen como ruta de vida. Hoy un docente apenas devenga
Bs.9.301,37, Bs.2.000 por encima del salario mínimo, y menos de un
tercio de la canasta alimentaria familiar que para julio se ubicaba en
Bs.28.363,22, según el Cenda- Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores.
3)
La infraestructura de los centros educativos. En general, los planteles
de educación públicos muestran grave deterioro, y muchos adolecen de
insalubridad. Según informa la prensa de este lunes, el 40% de los
22.543 planteles, que este año acogerán a unos 7,5 millones de
estudiantes (uno de cada cuatro venezolanos), presentan importantes
fallas en su infraestructura. La promesa de construir 14.000 centros
educativos quedó en el aire. La desvergüenza es que esta semana el
Ministerio de Educación informó en su cuenta twitter que
inaugurará 183 planteles y para diciembre completará los 200. El detalle
es que, según fuentes, en su mayoría las ¨nuevas¨ escuelas son centros
remodelados, es decir la planta escolar no se incrementa.
4)
El cumplimiento del cronograma escolar. Que se recuerde desde hace más
de una década no se cumple en su totalidad el calendario escolar de 180
días. El Gobierno privilegia aspectos políticos sobre la disciplina
escolar. Por cualquier evento inventado para lisonjear los valores o
ídolos de la revolución se le resta días al cronograma escolar, tal como
sucede en cada aniversario de la muerte del caudillo Chávez o procesos
electorales. Este año lectivo comienza, por ejemplo dos días después del
fijado por el Ministerio de Educación, sin que este explique el porqué.
En
consecuencia, el hombre nuevo socialista está muy lejos de acercarse a
los estándares de capacitación e instrucción internacionales. Un
lamentable retroceso educativo con respecto a los niveles de excelencia
alcanzados en la segunda mitad del siglo XX, que condenan a Venezuela al
atraso en su desarrollo industrial, tecnológico y social.
Confusión mental en la tercera edad
Arnaldo Liechtenstein (46), médico, es clínico-general del Hospital de Las Clínicas y profesor colaborador del Departamento de Clínica Médica de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (USP).
Principal causa de la confusión mental en la tercera edad:
Por: Arnaldo Liechtenstein, médico.
Siempre que doy clases de clínica médica a estudiantes del cuarto año de Medicina, hago la siguiente pregunta:
¿Cuáles son las causas que más hacen QUE LAS PERSONAS DE LA TERCERA EDAD tengan confusión mental?
Algunos dicxen: "Tumor en la cabeza".
Yo les respondo: ¡No!
Otros apuestan: "Síntomas iniciales de Alzheimer".
Respondo, nuevamente: ¡No!
A cada negativa la concurrencia se espanta. Y queda aún más boquiabierta cuando enumero las tres causas responsables más comunes:
- Diabetes descontrolada;
- Infección urinaria;
- Deshidratación
Parece broma, pero no es. Constantemente las personas mayores de 60 años dejan de sentir sed y dejan de tomar líquidos.
Cuando no hay nadie en casa para recordarles tomar líquidos, se deshidratan con rapidez. La deshidratación es grave y afecta a todo el organismo. Puede causar confusión mental abrupta, caída de presión arterial, aumento de las palpitaciones cardíacas, angina (dolor en el pecho), coma y hasta muerte.
Insisto: ¡No es broma!
En el mejor de los casos este olvido de tomar líquidos comienza a los 60 años de edad, cuando tenemos poco más del 50% de agua que deberíamos tener en el cuerpo. Esto forma parte del proceso natural de envejecimiento.
Por lo tanto, las personas mayores de 60 años tienen una menor reserva hídrica.
Pero hay más complicaciones: aún deshidratados, ellos no sienten ganas de tomar agua, pues sus mecanismos de equilibrio interno no funcionan muy bien.
Conclusión:
Las personas mayores de 60 años se deshidratan fácilmente no sólo porque poseen una reserva hídrica más pequeña, sino también porque no sienten la falta de agua en su cuerpo.
Aunque las personas mayores de 60 años se vean saludables, queda perjudicado el desempeño de las reacciones químicas y funciones de todo su organismo.
Por eso, aquí van dos alertas:
La primera: es que hagan voluntario el hábito de beber líquidos. Por líquido entiéndase el agua, jugos, tés, agua de coco, leche, sopas, gelatina y frutas ricas en agua, como sandía, melón, melocotones, piña, la naranja y mandarina, también funcionan. Lo importante es, cada dos horas, tomar algún líquido. ¡Recuérdense de eso!
La segunda: mi segunda alerta es para los familiares: Ofrézcanle constantemente líquidos a las personas mayores de 60 años. A la vez, sean atentos con ellos. Al percibir que están rechazando líquidos y, de un día para el otro, están confusos, irritados, les faltara el aire, muestran falta de atención. Es casi seguro que sean síntomas recurrentes de deshidratación.
¡Divúlgalo!
lunes, 14 de septiembre de 2015
Las neuronas se reacomodan
Un grupo internacional de científicos ha descubierto un nuevo “interruptor” molecular que controla las propiedades de un tipo específico de neuronas para sintonizarlas con los cambios de actividad que se producen en la red neuronal a la que pertenecen.
Se trata de las interneuronas de disparo rápido, un tipo de neuronas que funcionan como directores de orquesta, dirigiendo y sincronizando la actividad del resto de las neuronas de la corteza cerebral, la capa exterior del cerebro encargada de la cognición, el lenguaje y la memoria, explicó a Efe el profesor del Instituto de Neurociencias de Alicante y coautor del estudio Óscar Marín.
El hallazgo, publicado en la revista Science, es un trabajo del británico Center for Development Neurobiology del King’s College de Londres y del Instituto de Neurociencias de Alicante (Centro mixto del CSIC y la Universidad Miguel Hernández).
El equipo ha descubierto que las interneuronas de disparo rápido pueden adaptar sus propiedades para dar respuesta a los cambios que se producen en la red neuronal en la que están integradas, lo que ocurre, por ejemplo, cuando aprendemos una actividad motora.
Con frecuencia, los ordenadores se usan como una metáfora del cerebro, donde las placas de memoria y los microprocesarores se toman como representaciones de los circuitos neuronales y las neuronas, respectivamente.
Sin embargo, el cerebro es un sistema altamente dinámico que se organiza por sí mismo y que cambia constantemente y de manera muy distinta a la de los ordenadores.
Así, mientras que en los ordenadores los microprocesadores siempre cumplen la misma función para la que han sido producidos, en el cerebro, algunas neuronas -los microprocesadores- pueden cambiar sus propiedades de forma dinámica.
Durante el estudio, los científicos analizaron lo que, en apariencia, eran dos tipos de interneuronas de disparo rápido para llegar a la conclusión de que en realidad era solo uno, pero con la capacidad de oscilar entre dos estados base diferentes.
Además, identificaron el factor molecular responsable de ajustar las propiedades de esas neuronas. Se trata de un factor de transcripción (una proteína capaz de influir en la expresión genética) conocido como Er81.
Este hallazgo proporciona “una explicación mecanicista del papel que juega la actividad cerebral en la regulación de las propiedades de las interneuronas”, destaca la autora principal del estudio, Nathalie Dehorter.
Los resultados del trabajo, añade, “apoyan la idea de que la actividad desempeña un papel importante en la especificación de las propiedades neuronales, las cuales se adaptan en respuesta a la influencias internas y externas para codificar información”.
Es decir, que nuestro “hardware” puede ajustar, al menos hasta cierto punto, su funcionamiento, “algo así como si cada una de estas interneuronas fueran dos microprocesadores en uno”, matiza Marín.
La comprensión de los mecanismos dinámicos que llevan a la aparición de las funciones cerebrales a través del desarrollo y la constante remodelación de los circuitos neuronales, así como las limitaciones que la enfermedad y envejecimiento imponen a esa plasticidad multimodal tiene importantes implicaciones más allá de la neurociencia fundamental, desde las políticas educativas a la reparación del cerebro.
Fuente: EFE
jueves, 10 de septiembre de 2015
¡Y así será!
Nota:
Este es el pronunciamiento de RCTV tras al fallo de la CIDH.
Resalto en azul los dos últimos párrafos que resumen, de manera indudable, la esencia de la dignidad de toda aquella persona que en medio de este temporal, ha sabido agarrarse de sus principios, de su dignidad, de su corazón mismo y ha sabido mantenerse de pie en la seguridad de que La Justicia siempre llega. ¡Siempre!
Magda Mascioli García
https://www.youtube.com/watch?v=TsgLHH9jRzw
A continuación el comunicado de RCTV:
Este lunes, 7 de septiembre de 2015, la Corte Interamericana de Derechos Humanos notificó formalmente al Estado Venezolano y a RCTV la Sentencia mediante la cual resolvió el caso presentado por los accionistas y un grupo de trabajadores y periodistas de RCTV por el cierre arbitrario de la señal sucedido el 27 de mayo del año 2007.
La sentencia estableció contundentemente que el Gobierno deberá restablecer la concesión de la frecuencia correspondiente al canal 2 de televisión y deberá devolver sus bienes.
Esta decisión resulta de la corroboración por parte de la Corte de una serie de violaciones a la Convención Americana que se produjeron con el cierre de RCTV.
En este sentido se estableció que el Estado violó el derecho a la libertad de expresión, el deber de no discriminación, el derecho a un debido proceso y los derechos a ser oídos y a plazos razonables en procesos administrativos y judiciales, todos contenidos y garantizados en la Convención Americana.
Con el caso de RCTV la Corte Interamericana de Derechos Humanos reitera y profundiza su valiosa jurisprudencia en materia de protección de la libertad de expresión y de la Democracia. Siempre sostuvimos que el cierre de RCTV violaba no sólo los derechos de quienes aquí trabajamos sino también el derecho de los venezolanos a recibir una información plural. Este principio fundamental de la libertad de expresión y de la Democracia fue violado con el cierre de RCTV y esta trascendental e histórica decisión lo reivindica y abre las puertas para la recuperación de la Libertad y de la Institucionalidad democrática de Venezuela.
Esta sentencia, dictada por un Tribunal imparcial e independiente, no tiene apelación y es definitivamente firme, imparte justicia y debe ser acatada conforme lo establecen los Tratados Internacionales.
Esta sentencia es un éxito de todos en RCTV y de cada ciudadano decente y honesto, independientemente de sus convicciones políticas.
Es importante resaltar que el Estado venezolano y los representantes del Gobierno nacional litigaron el caso desde su inicio y hasta su culminación y se comprometieron ante la Corte Interamericana a respetar la decisión que ésta dictase, en cumplimiento de las obligaciones contraídas previamente por Venezuela ante las instancias internacionales.
En consecuencia, es una gran oportunidad para que el Estado venezolano demuestre que está en capacidad y dispuesto a respetar las Normas de convivencia internacionalmente establecidas, a cumplir con sus obligaciones jurídicas internacionales y a honrar su palabra empeñada ante organismos multilaterales.
Igualmente, el acatamiento de la Sentencia y el retorno de RCTV a los hogares de todos los venezolanos marcarán el principio del reencuentro, la reconciliación y la reconstrucción del país que la inmensa mayoría merece, reclama y exige. Por ello, estamos más que nunca comprometidos en seguir trabajando por el bien de toda la Nación, confiando en que el camino correcto es el del respeto y el del imperio de la Ley y la Justicia y que el principio fundamental debe ser siempre la Libertad.
RCTV ha sido perseverante, valiente e innovadora ante las adversidades. Se nos presentan ahora nuevos retos para los cuales debemos prepararnos y poner toda nuestra energía, habilidades, conocimientos y entusiasmo.
Cuando se actúa con la verdad, con tolerancia, con principios, con coherencia. Cuando luchamos por la Libertad, cuando no cedemos y nos mantenemos firmes. Cuando resistimos ante los abusos y no nos doblegamos ante los obstáculos. Cuando honramos a quienes nos precedieron, respetamos a quienes nos acompañan y a quienes nos adversan y cuidamos el futuro de los que vienen. Cuando todo esto nos compromete y sencillamente cumplimos con nuestro deber, sin duda, la Justicia, tarde o temprano, nos da la razón.
Queremos dedicar esta decisión trascendental e histórica a Venezuela, un país hermoso, un país lleno de futuro, un país que nos inspira a vivir siempre de una manera responsable, digna y libre.
miércoles, 9 de septiembre de 2015
El Armario
Traducción de Irene Peypoch
Estaba nublado, hacía frío y todo quedaba en una semioscuridad, cuando el expreso Berlín-Roma penetró en una de las estaciones intermedias de su ruta. En un compartimiento de primera clase, con cubiertas de pasamanería sobre la tapicería de felpa, Albrecht van der Qualen, viajero solitario, se despertó, incorporándose. Sentía la boca seca y en el cuerpo la no demasiado agradable sensación producida cuando el tren se detiene después de un largo viaje y nos damos cuenta del cese de un movimiento rítmico, tomando conciencia de las llamadas y señales del exterior. Es como volver en sí después de una borrachera o del letargo. Nuestros nervios, de pronto privados del ritmo protector, se sienten perdidos y desamparados. Pero aun es peor si acabamos de despertar del pesado sueño en el que se cae durante los viajes en ferrocarril.
Albrecht van der Qualen se desperezó un poco, se acercó a la ventanilla y bajó el cristal. Miró a lo largo de los vagones. Algunos hombres estaban ocupados en el furgón de correos, descargando y cargando paquetes. La máquina emitía una serie de sonidos, resoplaba y rugía un poco, esperando quieta, pero sólo como lo hace un caballo, que alza los cascos, mueve las orejas y aguarda impaciente la señal de partida. Una mujer alta y robusta, con un largo impermeable, de cara inexpresiva pero preocupada, recorría el tren llevando una maleta de unos cuarenta kilos, la empujaba frente a ella con una rodilla. No decía nada, pero se le notaba acalorada y angustiada. Su labio superior estaba tenso y bañado en pequeñas gotas de sudor. Era, en conjunto, una figura patética.
«Pobrecilla —pensó Van der Qualen—, si pudiese ayudarte, aliviarte, hacerte subir..., sólo para la tranquilidad de ese labio superior. Pero a cada quién lo suyo. Así están dispuestas las cosas de la vida; yo me quedo aquí, perfectamente despreocupado, mirándote como miraría a un escarabajo panza arriba».
El cobertizo de la estación estaba casi sumido en la oscuridad. Madrugada o anochecer..., no lo sabía. Había dormido. ¿Quién podíadecir si habían sido dos, cinco o doce horas? En alguna ocasión había dormido durante veinticuatro o quizá más, de un tirón, con un sueño extraordinariamente profundo.
Llevaba un grueso abrigo corto con cuello de terciopelo. Por su complexión era difícil decir su edad: se podía dudar entre los veinticinco y el final de los treinta. Su piel era amarillenta, pero los ojos eran negros como ascuas y estaban rodeados de profundas sombras oscuras. Aquellos ojos no presagiaban nada bueno. Varios doctores, hablando francamente, de hombre a hombre, le habían dado pocos meses de vida. Su cabello negro estaba lisamente partido a un lado.
En Berlín —aunque Berlín no había sido el principio de su viaje—, había subido al tren cuando éste empezaba a moverse, llevando como por casualidad un maletín de piel rojiza. Se había dormido y ahora, al despertar, se encontraba tan completamente desligado del tiempo que le invadió una sensación de alivio. Se regocijó con la idea de que al final de la fina cadena que llevaba alrededor del cuello, había únicamente una pequeña medalla metida en el bolsillo superior de su chaqueta. No le gustaba enterarse de la hora o del día de la semana, y lo que es más, no tenía tratos con el calendario. Hacía algún tiempo que había perdido la costumbre de saber el día del mes y hasta el mes del año. «Todo tenía que estar en el aire...», pensó y la frase, aunque bastante vaga, era comprensible. Este programa nunca o muy raramente, había sido alterado, pues se tomaba el trabajo de mantener todo conocimiento molesto a distancia. Después de todo, ¿no era suficiente con saber más o menos la estación del año?
«Debemos estar más o menos en otoño —pensó, mirando el húmedo y sombrío tren—. Es lo único que sé. Ni tan sólo sé dónde estoy».
Su satisfacción ante este pensamiento, le hizo estremecerse de placer. No, ¡no sabía dónde estaba! ¿En Alemania? Con seguridad. ¿En el norte de Alemania? Habría que verlo. Mientras sus ojos continuaban pesados por el sueño, la ventanilla de su compartimiento se había deslizado ante un letrero luminoso; quizá llevaba escrito el nombre de la estación, pero ni la imagen de una sola letra había sido transmitida a su cerebro. Aun aturdido, había oído cómo el revisor gritaba el nombre dos o tres veces, pero no había captado ni una sola sílaba. Pero afuera, en la semipenumbra de la que no se sabía si del día o de la noche, se extendía un lugar extraño, un pueblo desconocido.
Albrecht van der Qualen cogió su sombrero de fieltro de la red, su maletín de piel rojiza, la correa que aseguraba la manta escocesa de seda y lana, roja y blanca, enrollada alrededor de un paraguas con empuñadura de plata —y aunque su billete marcaba Florencia—, dejó el compartimiento y el tren, caminó a lo largo del cobertizo, depositó su equipaje en la consigna, encendió un cigarrillo, metió las manos —no llevaba ni bastón ni paraguas—, en los bolsillos de su abrigo y salió de la estación.
Afuera, en la húmeda, tenebrosa y casi vacía plaza, cinco o seis cocheros de punto hacían chasquear sus látigos. Un hombre, con gorra galoneada y larga capa en la que se arrebujaba tembloroso, preguntó educadamente:
—Hotel zum braven Mann?
Van der Qualen le dio las gracias cortésmente y siguió su camino. La gente con quien se cruzó llevaba el cuello del abrigo subido; el subió el suyo, escondió la barbilla en el terciopelo, fumó y continuó caminando, ni lentamente ni demasiado aprisa.
Pasó a lo largo de una pared baja y una vieja puerta flanqueada por dos pesadas torres; cruzó un puente con estatuas en los barandales y vio el agua deslizarse lenta y turbia bajo él. Un largo bote de madera, viejo y carcomido se acercó, conducido por un hombre con una larga pértiga en la popa. Van der Qualen se quedó un momento reclinado sobre el barandal del puente.
«Aquí —se dijo—, hay un río; éste es el río. Es agradable pensar que lo llamo así porque no sé su nombre», y siguió caminando.
Continuó hacia adelante un rato, por el adoquinado de una calle que no era ni muy estrecha ni muy ancha, después dio la vuelta a la izquierda. Anochecía. Empezaban a encenderse los fanales, vacilaban, brillaban chisporroteando y después iluminaban la penumbra. Las tiendas estaban cerrando.
«Entonces hay que concluir que estamos, no cabe duda, en otoño», pensó Van der Qualen, siguiendo por el camino negro y húmedo. No llevaba chanclos, pero la suela de sus botas era muy gruesa, duradera y firme, aunque no eran por ello menos elegantes.
Se mantuvo a la izquierda. Los hombres pasaban por su lado, se apresuraban hacia sus negocios o volvían de los mismos.
«Y yo camino con ellos —pensó—, y estoy tan solo y soy tan extraño a ellos como jamás lo ha sido hombre alguno. No tengo negocios ni metas. No tengo ni un bastón en que apoyarme. Nadie puede ser más retraído, libre y desligado. No le debo nada a nadie y nadie me debe nada a mí. Dios nunca ha tendido Su mano sobre mí. El no me conoce. La desdicha honesta sin caridad es una buena cosa; un hombre puede decirse a sí mismo: no le debo nada a Dios».
Pronto llegó al final de la población. Probablemente la había cruzado en diagonal. Se encontró en una ancha calle de los suburbios flanqueada de árboles y villas, dio vuelta a la derecha, pasó tres o cuatro travesías casi como callejuelas de pueblo, iluminadas tan sólo por faroles, y se detuvo en una que era ligeramente más amplia, ante una puerta de madera, vecina de una casa común y corriente y pintada de amarillo deslucido, que tenía, sin embargo, el sorprendente detalle de unas ventanas de vidrio cilindrado, convexas y bastante opacas. En la puerta había un letrero:
En el tercer piso de esta casa se alquilan habitaciones.
—Ah... —murmuró.
Tiró la punta de su cigarrillo, siguió a lo largo de un entarimado que formaba la línea divisoria entre dos propiedades, giró a la izquierda y entró en la casa. Una grasienta alfombra gris corría a lo largo de la entrada. La cruzó en dos pasos y empezó a subir por la escalera de madera.
Las puertas de los apartamentos eran muy modestas; tenían paneles de vidrio blanco con refuerzo de alambre y en algunas de ellas había placas con los nombres. Los rellanos se iluminaban con lámparas de aceite. En el tercer piso, el último, pues ya le seguía el ático, había puertas a la derecha y a la izquierda, simples puertas de madera marrón, sin placas de ninguna clase. Van der Qualen hizo sonar la campanilla del centro. Llamó, pero no le llegó ningún ruido del interior. Llamó a la de la izquierda, no obtuvo respuesta. Llamó a la derecha y oyó pasos ligeros, largos como zancadas, y la puerta se abrió.
Salió una mujer, una dama; alta, delgada y vieja. Llevaba un sombrero con un gran lazo lila pálido y un anticuado y deslucido vestido. Tenía la cara hundida y semejante a la de un pájaro, y en su frente le había salido una erupción, una especie de tumor fungoso. Era más bien repulsivo.
—Buenas noches —dijo Van der Qualen—. ¿Las habitaciones?
La anciana asintió; asintió y sonrió lentamente, sin una palabra, de modo comprensivo. Con su bella y larga mano blanca, hizo un gesto pausado, lánguido y elegante en dirección a la puerta próxima, la de la izquierda. Después se retiró y apareció de nuevo con la llave.
«Vaya —pensó él cuando, detrás de la mujer, esperaba que abriera la puerta—. Eres como una especie de ave de mal agüero, una figura salida de la mente de Hoffman, señora».
Ella descolgó la lámpara de aceite de su gancho y le enseñó el camino.
Era una habitación pequeña, de techo bajo y suelo oscuro. Sus paredes estaban cubiertas con esteras de color pajizo. Había una ventana en el fondo de la pared de la derecha, oculta tras largos y delgados pliegues de muselina blanca. Una puerta blanca, también a la derecha, conducía al otro cuarto. Este se hallaba patéticamente desmantelado, con llamativas paredes blancas, contra las que se apoyaban tres sillas pintadas de rojo, que parecían fresas en nata batida. Un armario, un lavabo con espejo... La cama, una impresionante pieza de caoba, reposaba libremente en el centro de la habitación.
—¿Tiene alguna objeción? —preguntó la anciana, pasándose ligeramente la bella y larga mano blanca sobre el tumor fungoso de la frente. Era como si lo hubiese dicho por casualidad, porque en aquel momento no podía decir una frase más ordinaria.
Añadió en seguida:
—Por decirlo así...
—No, no la tengo —respondió Van der Qualen—. Las habitaciones están bastante bien amuebladas. Me las quedo. Quisiera que alguien fuese a recoger mi equipaje a la estación, aquí está la contraseña. ¿Sería usted tan amable de hacer la cama y traerme un poco de agua? Me dará la llave de la calle y la del piso. Quisiera un par de toallas. Me lavaré e iré al centro a cenar. Volveré más tarde.
Sacó un poco de jabón de una caja niquelada que traía en el bolsillo y empezó a lavarse la cara y las manos. Mientras lo hacía, miraba por las ventanas convexas a lo lejos, más allá de las calles suburbanas, cenagosas e iluminadas con gas, más allá aun de las luces de arco y las villas. Mientras se secaba las manos, rué hacia el armario. Era cuadrado, barnizado de color marrón, y con algunas grietas, que culminaba en una sencilla moldura curva. Estaba en el centro de la pared de la derecha, exactamente en el nicho formado por una segunda puerta blanca que, como es natural, comunicaba con las habitaciones a las cuales la puerta principal y la del medio del rellano daban acceso.
«Algo hay en el mundo que está bien dispuesto —pensó Van der Qualen —, este armario se adapta al nicho de la puerta como si lo hubiesen hecho a medida».
Lo abrió. Estaba completamente vacío, con varias hileras de ganchos en el techo; pero no tenía fondo, y en su lugar había un trozo de arpillera, gris y arrugada, sostenida en las cuatro esquinas por clavos a tachuelas.
Van der Qualen cerró la puerta del armario, cogió su sombrero, se levantó de nuevo el cuello del abrigo, apagó la vela y salió. Al llegar a la puerta de entrada, le pareció oír mezclado con el ruido de sus propios pasos una especie de tintineo en la otra habitación: un sonido metálico claro y suave. Pero quizá se equivocaba. Era como si un anillo de oro hubiese caído en una jofaina de plata, pensó mientras cerraba la puerta exterior. Bajó la escalera, salió a la calle y se dirigió hacia el centro del pueblo.
Entró en un restaurante de una calle animada y se sentó en una de las mesas delanteras, dándole la espalda a todo el mundo. Comió soupe aux fines herbes, un filete con un huevo escalfado, compota y vino, un pequeño pedazo de Gorgonzola verde y media pera. Mientras pagaba y se poma el abrigo, le dio algunas chupadas a un cigarrillo ruso, después encendió un puro y salió. Vagó un poco, encontró el camino de su pensión en los suburbios y fue hacia allí sin prisas.
La casa con las ventanas de vidrio cilindrado, aparecía apagada y silenciosa cuando Van der Qualen abrió la puerta de la calle y subió por la oscura escalera. Fue iluminándose con cerillas y abrió la puerta marrón a mano izquierda, en el tercer piso. Dejó su sombrero y abrigo sobre un diván, encendió la luz de su inmenso escritorio y encontró allí su maleta y su manta de viaje con el paraguas. Desenrolló la manta y sacó una botella de coñac y un vasito. Fue bebiendo a pequeños sorbos, sentado en un profundo sillón, mientras terminaba de fumarse el puro.
«Es una suerte después de todo —pensó—, que haya coñac en el mundo».
Fue al dormitorio, encendió la vela de la mesita de noche, apagó la luz de la otra habitación y empezó a desnudarse. Pieza a pieza fue dejando su traje gris, discreto y de buena calidad, sobre la silla roja al lado de la cama; pero al soltarse los tirantes, recordó que su sombrero y abrigo aun estaban sobre el diván. Los trajo al dormitorio, abrió el armario... Pegó un salto hacia atrás y buscó apoyo a su espalda hasta asir una de las grandes bolas rojas de caoba que adornaban los postes de la cama. La habitación, con sus cuatro paredes blancas, en las que las tres sillas rojas resaltaban como fresas en un plato de nata, se recortaba en la inestable luz de la vela. Pero el armario estaba abierto y no estaba vacío. Había alguien dentro, una criatura tan encantadora que el corazón de Albrecht van der Qualen se detuvo un momento y después volvió a funcionar en largos, profundos y plácidos latidos. Ella estaba totalmente desnuda y uno de sus brazos esbeltos se levantaba para engarzar un dedo en uno de los ganchos del techo del armario. Largas oleadas de cabello castaño caían sobre sus hombros infantiles, respirando ese encanto al que no cabe otra respuesta que un sollozo. La luz de la vela se reflejaba en sus ojos rasgados. Su boca era un poco grande, pero tenía una expresión tan dulce como la de los labios del sueño cuando, tras varios días de dolor, nos besan la frente. Sus caderas formaban nido y sus esbeltas piernas se pegaban la una a la otra.
Albrecht van der Qualen se restregó los ojos con una mano y volvió a mirar... y advirtió que en el rincón de la derecha, la arpillera se había soltado del fondo del armario.
—Qué... —murmuró—. ¿Quiere usted entrar? ¿Quiere que cierre? ¿No desea un vasito de coñac? ¿Medio vasito?
Pero no esperaba respuesta, y no obtuvo ninguna. Los ojos brillantes y rasgados, tan negros que parecían sin fondo e inexpresivos, le miraban fijamente, pero sin intención y en cierta manera, empañados, como si no le viesen.
—¿Quieres que te cuente un cuento? —dijo de pronto con una voz baja y profunda.
—Cuéntamelo —contestó él. Se había dejado caer sobre el borde de la cama, con el abrigo sobre las rodillas y con las manos apretadas encima de él. Su boca estaba ligeramente abierta y tenía los ojos medio cerrados. Pero la sangre latía tibia y suavemente por todo su cuerpo y sentía un suave zumbido en los oídos.
Ella se había dejado caer sentada en el armario y con sus delgados brazos, se rodeaba una rodilla doblada; tenía la otra pierna extendida ante sí. Sus pequeños senos se unían bajo la presión de sus brazos, y la luz resplandecía en la piel de su rodilla doblada.
Hablaba..., hablaba con voz suave, mientras la llama de la vela continuaba su danza silenciosa.
Dos caminaban entre los brezales, la cabeza de ella reposando en el hombro de él. Cundía el aroma de todas las cosas nacidas, pero la niebla nocturna empezaba a levantarse de la tierra. Entonces empezó. Y a menudo era en verso, rimando en el modo incomparablemente dulce y fluido que viene hacia nosotros, una y otra vez, en el semiletargo de la fiebre. Pero terminaba mal, era un final triste: los dos quedan en un abrazo indisoluble, con los labios unidos. Entonces uno apuñala al otro en el pecho, con un cuchillo inmenso..., y no sin razón. Así termina. Entonces se levantó con un gesto infinitamente dulce y modesto, levantó la arpillera gris por el rincón de la derecha..., y desapareció.
Desde entonces la encontró cada noche en el armario y escuchó sus cuentos... ¿Durante cuántas veladas? ¿Cuántos días, semanas o meses permaneció en aquella casa y en aquella ciudad? ¿Qué ganaríamos con saberlo? ¿A quién preocupa una miserable estadística? Sabemos, además, que varios médicos le habían dicho a Albrecht van der Qualen que le quedaban pocos meses de vida. Ella le contaba historias. Eran tristes y sin interés, pero flotaban como un suave estribillo sobre su corazón y lo hacían latir más tiempo y con mayor dicha. A veces perdía el control..., su sangre se inflamaba. Tendía las manos hacia ella y ella no se le resistía. Pero entonces, durante varias veladas, no la encontraba en el armario y, al regresar, permanecía callada durante vanas noches. Después, poco a poco, empezaba a hablar hasta que él perdía nuevamente el control.
¿Cuánto duró? ¿Quién lo sabe? ¿Cómo saber si Albrecht van der Qualen se despertó en aquella tarde gris y bajó del tren en aquella desconocida ciudad? Quizá permaneció despierto en su vagón de primera clase y dejó que el expreso Berlín-Roma le llevase velozmente más allá de las montañas. ¿Cargaría cualquiera de nosotros con la responsabilidad de contestarlo de modo definitivo? Todo es incierto.
«Todo puede estar en el aire...».
Estaba nublado, hacía frío y todo quedaba en una semioscuridad, cuando el expreso Berlín-Roma penetró en una de las estaciones intermedias de su ruta. En un compartimiento de primera clase, con cubiertas de pasamanería sobre la tapicería de felpa, Albrecht van der Qualen, viajero solitario, se despertó, incorporándose. Sentía la boca seca y en el cuerpo la no demasiado agradable sensación producida cuando el tren se detiene después de un largo viaje y nos damos cuenta del cese de un movimiento rítmico, tomando conciencia de las llamadas y señales del exterior. Es como volver en sí después de una borrachera o del letargo. Nuestros nervios, de pronto privados del ritmo protector, se sienten perdidos y desamparados. Pero aun es peor si acabamos de despertar del pesado sueño en el que se cae durante los viajes en ferrocarril.
Albrecht van der Qualen se desperezó un poco, se acercó a la ventanilla y bajó el cristal. Miró a lo largo de los vagones. Algunos hombres estaban ocupados en el furgón de correos, descargando y cargando paquetes. La máquina emitía una serie de sonidos, resoplaba y rugía un poco, esperando quieta, pero sólo como lo hace un caballo, que alza los cascos, mueve las orejas y aguarda impaciente la señal de partida. Una mujer alta y robusta, con un largo impermeable, de cara inexpresiva pero preocupada, recorría el tren llevando una maleta de unos cuarenta kilos, la empujaba frente a ella con una rodilla. No decía nada, pero se le notaba acalorada y angustiada. Su labio superior estaba tenso y bañado en pequeñas gotas de sudor. Era, en conjunto, una figura patética.
«Pobrecilla —pensó Van der Qualen—, si pudiese ayudarte, aliviarte, hacerte subir..., sólo para la tranquilidad de ese labio superior. Pero a cada quién lo suyo. Así están dispuestas las cosas de la vida; yo me quedo aquí, perfectamente despreocupado, mirándote como miraría a un escarabajo panza arriba».
El cobertizo de la estación estaba casi sumido en la oscuridad. Madrugada o anochecer..., no lo sabía. Había dormido. ¿Quién podíadecir si habían sido dos, cinco o doce horas? En alguna ocasión había dormido durante veinticuatro o quizá más, de un tirón, con un sueño extraordinariamente profundo.
Llevaba un grueso abrigo corto con cuello de terciopelo. Por su complexión era difícil decir su edad: se podía dudar entre los veinticinco y el final de los treinta. Su piel era amarillenta, pero los ojos eran negros como ascuas y estaban rodeados de profundas sombras oscuras. Aquellos ojos no presagiaban nada bueno. Varios doctores, hablando francamente, de hombre a hombre, le habían dado pocos meses de vida. Su cabello negro estaba lisamente partido a un lado.
En Berlín —aunque Berlín no había sido el principio de su viaje—, había subido al tren cuando éste empezaba a moverse, llevando como por casualidad un maletín de piel rojiza. Se había dormido y ahora, al despertar, se encontraba tan completamente desligado del tiempo que le invadió una sensación de alivio. Se regocijó con la idea de que al final de la fina cadena que llevaba alrededor del cuello, había únicamente una pequeña medalla metida en el bolsillo superior de su chaqueta. No le gustaba enterarse de la hora o del día de la semana, y lo que es más, no tenía tratos con el calendario. Hacía algún tiempo que había perdido la costumbre de saber el día del mes y hasta el mes del año. «Todo tenía que estar en el aire...», pensó y la frase, aunque bastante vaga, era comprensible. Este programa nunca o muy raramente, había sido alterado, pues se tomaba el trabajo de mantener todo conocimiento molesto a distancia. Después de todo, ¿no era suficiente con saber más o menos la estación del año?
«Debemos estar más o menos en otoño —pensó, mirando el húmedo y sombrío tren—. Es lo único que sé. Ni tan sólo sé dónde estoy».
Su satisfacción ante este pensamiento, le hizo estremecerse de placer. No, ¡no sabía dónde estaba! ¿En Alemania? Con seguridad. ¿En el norte de Alemania? Habría que verlo. Mientras sus ojos continuaban pesados por el sueño, la ventanilla de su compartimiento se había deslizado ante un letrero luminoso; quizá llevaba escrito el nombre de la estación, pero ni la imagen de una sola letra había sido transmitida a su cerebro. Aun aturdido, había oído cómo el revisor gritaba el nombre dos o tres veces, pero no había captado ni una sola sílaba. Pero afuera, en la semipenumbra de la que no se sabía si del día o de la noche, se extendía un lugar extraño, un pueblo desconocido.
Albrecht van der Qualen cogió su sombrero de fieltro de la red, su maletín de piel rojiza, la correa que aseguraba la manta escocesa de seda y lana, roja y blanca, enrollada alrededor de un paraguas con empuñadura de plata —y aunque su billete marcaba Florencia—, dejó el compartimiento y el tren, caminó a lo largo del cobertizo, depositó su equipaje en la consigna, encendió un cigarrillo, metió las manos —no llevaba ni bastón ni paraguas—, en los bolsillos de su abrigo y salió de la estación.
Afuera, en la húmeda, tenebrosa y casi vacía plaza, cinco o seis cocheros de punto hacían chasquear sus látigos. Un hombre, con gorra galoneada y larga capa en la que se arrebujaba tembloroso, preguntó educadamente:
—Hotel zum braven Mann?
Van der Qualen le dio las gracias cortésmente y siguió su camino. La gente con quien se cruzó llevaba el cuello del abrigo subido; el subió el suyo, escondió la barbilla en el terciopelo, fumó y continuó caminando, ni lentamente ni demasiado aprisa.
Pasó a lo largo de una pared baja y una vieja puerta flanqueada por dos pesadas torres; cruzó un puente con estatuas en los barandales y vio el agua deslizarse lenta y turbia bajo él. Un largo bote de madera, viejo y carcomido se acercó, conducido por un hombre con una larga pértiga en la popa. Van der Qualen se quedó un momento reclinado sobre el barandal del puente.
«Aquí —se dijo—, hay un río; éste es el río. Es agradable pensar que lo llamo así porque no sé su nombre», y siguió caminando.
Continuó hacia adelante un rato, por el adoquinado de una calle que no era ni muy estrecha ni muy ancha, después dio la vuelta a la izquierda. Anochecía. Empezaban a encenderse los fanales, vacilaban, brillaban chisporroteando y después iluminaban la penumbra. Las tiendas estaban cerrando.
«Entonces hay que concluir que estamos, no cabe duda, en otoño», pensó Van der Qualen, siguiendo por el camino negro y húmedo. No llevaba chanclos, pero la suela de sus botas era muy gruesa, duradera y firme, aunque no eran por ello menos elegantes.
Se mantuvo a la izquierda. Los hombres pasaban por su lado, se apresuraban hacia sus negocios o volvían de los mismos.
«Y yo camino con ellos —pensó—, y estoy tan solo y soy tan extraño a ellos como jamás lo ha sido hombre alguno. No tengo negocios ni metas. No tengo ni un bastón en que apoyarme. Nadie puede ser más retraído, libre y desligado. No le debo nada a nadie y nadie me debe nada a mí. Dios nunca ha tendido Su mano sobre mí. El no me conoce. La desdicha honesta sin caridad es una buena cosa; un hombre puede decirse a sí mismo: no le debo nada a Dios».
Pronto llegó al final de la población. Probablemente la había cruzado en diagonal. Se encontró en una ancha calle de los suburbios flanqueada de árboles y villas, dio vuelta a la derecha, pasó tres o cuatro travesías casi como callejuelas de pueblo, iluminadas tan sólo por faroles, y se detuvo en una que era ligeramente más amplia, ante una puerta de madera, vecina de una casa común y corriente y pintada de amarillo deslucido, que tenía, sin embargo, el sorprendente detalle de unas ventanas de vidrio cilindrado, convexas y bastante opacas. En la puerta había un letrero:
En el tercer piso de esta casa se alquilan habitaciones.
—Ah... —murmuró.
Tiró la punta de su cigarrillo, siguió a lo largo de un entarimado que formaba la línea divisoria entre dos propiedades, giró a la izquierda y entró en la casa. Una grasienta alfombra gris corría a lo largo de la entrada. La cruzó en dos pasos y empezó a subir por la escalera de madera.
Las puertas de los apartamentos eran muy modestas; tenían paneles de vidrio blanco con refuerzo de alambre y en algunas de ellas había placas con los nombres. Los rellanos se iluminaban con lámparas de aceite. En el tercer piso, el último, pues ya le seguía el ático, había puertas a la derecha y a la izquierda, simples puertas de madera marrón, sin placas de ninguna clase. Van der Qualen hizo sonar la campanilla del centro. Llamó, pero no le llegó ningún ruido del interior. Llamó a la de la izquierda, no obtuvo respuesta. Llamó a la derecha y oyó pasos ligeros, largos como zancadas, y la puerta se abrió.
Salió una mujer, una dama; alta, delgada y vieja. Llevaba un sombrero con un gran lazo lila pálido y un anticuado y deslucido vestido. Tenía la cara hundida y semejante a la de un pájaro, y en su frente le había salido una erupción, una especie de tumor fungoso. Era más bien repulsivo.
—Buenas noches —dijo Van der Qualen—. ¿Las habitaciones?
La anciana asintió; asintió y sonrió lentamente, sin una palabra, de modo comprensivo. Con su bella y larga mano blanca, hizo un gesto pausado, lánguido y elegante en dirección a la puerta próxima, la de la izquierda. Después se retiró y apareció de nuevo con la llave.
«Vaya —pensó él cuando, detrás de la mujer, esperaba que abriera la puerta—. Eres como una especie de ave de mal agüero, una figura salida de la mente de Hoffman, señora».
Ella descolgó la lámpara de aceite de su gancho y le enseñó el camino.
Era una habitación pequeña, de techo bajo y suelo oscuro. Sus paredes estaban cubiertas con esteras de color pajizo. Había una ventana en el fondo de la pared de la derecha, oculta tras largos y delgados pliegues de muselina blanca. Una puerta blanca, también a la derecha, conducía al otro cuarto. Este se hallaba patéticamente desmantelado, con llamativas paredes blancas, contra las que se apoyaban tres sillas pintadas de rojo, que parecían fresas en nata batida. Un armario, un lavabo con espejo... La cama, una impresionante pieza de caoba, reposaba libremente en el centro de la habitación.
—¿Tiene alguna objeción? —preguntó la anciana, pasándose ligeramente la bella y larga mano blanca sobre el tumor fungoso de la frente. Era como si lo hubiese dicho por casualidad, porque en aquel momento no podía decir una frase más ordinaria.
Añadió en seguida:
—Por decirlo así...
—No, no la tengo —respondió Van der Qualen—. Las habitaciones están bastante bien amuebladas. Me las quedo. Quisiera que alguien fuese a recoger mi equipaje a la estación, aquí está la contraseña. ¿Sería usted tan amable de hacer la cama y traerme un poco de agua? Me dará la llave de la calle y la del piso. Quisiera un par de toallas. Me lavaré e iré al centro a cenar. Volveré más tarde.
Sacó un poco de jabón de una caja niquelada que traía en el bolsillo y empezó a lavarse la cara y las manos. Mientras lo hacía, miraba por las ventanas convexas a lo lejos, más allá de las calles suburbanas, cenagosas e iluminadas con gas, más allá aun de las luces de arco y las villas. Mientras se secaba las manos, rué hacia el armario. Era cuadrado, barnizado de color marrón, y con algunas grietas, que culminaba en una sencilla moldura curva. Estaba en el centro de la pared de la derecha, exactamente en el nicho formado por una segunda puerta blanca que, como es natural, comunicaba con las habitaciones a las cuales la puerta principal y la del medio del rellano daban acceso.
«Algo hay en el mundo que está bien dispuesto —pensó Van der Qualen —, este armario se adapta al nicho de la puerta como si lo hubiesen hecho a medida».
Lo abrió. Estaba completamente vacío, con varias hileras de ganchos en el techo; pero no tenía fondo, y en su lugar había un trozo de arpillera, gris y arrugada, sostenida en las cuatro esquinas por clavos a tachuelas.
Van der Qualen cerró la puerta del armario, cogió su sombrero, se levantó de nuevo el cuello del abrigo, apagó la vela y salió. Al llegar a la puerta de entrada, le pareció oír mezclado con el ruido de sus propios pasos una especie de tintineo en la otra habitación: un sonido metálico claro y suave. Pero quizá se equivocaba. Era como si un anillo de oro hubiese caído en una jofaina de plata, pensó mientras cerraba la puerta exterior. Bajó la escalera, salió a la calle y se dirigió hacia el centro del pueblo.
Entró en un restaurante de una calle animada y se sentó en una de las mesas delanteras, dándole la espalda a todo el mundo. Comió soupe aux fines herbes, un filete con un huevo escalfado, compota y vino, un pequeño pedazo de Gorgonzola verde y media pera. Mientras pagaba y se poma el abrigo, le dio algunas chupadas a un cigarrillo ruso, después encendió un puro y salió. Vagó un poco, encontró el camino de su pensión en los suburbios y fue hacia allí sin prisas.
La casa con las ventanas de vidrio cilindrado, aparecía apagada y silenciosa cuando Van der Qualen abrió la puerta de la calle y subió por la oscura escalera. Fue iluminándose con cerillas y abrió la puerta marrón a mano izquierda, en el tercer piso. Dejó su sombrero y abrigo sobre un diván, encendió la luz de su inmenso escritorio y encontró allí su maleta y su manta de viaje con el paraguas. Desenrolló la manta y sacó una botella de coñac y un vasito. Fue bebiendo a pequeños sorbos, sentado en un profundo sillón, mientras terminaba de fumarse el puro.
«Es una suerte después de todo —pensó—, que haya coñac en el mundo».
Fue al dormitorio, encendió la vela de la mesita de noche, apagó la luz de la otra habitación y empezó a desnudarse. Pieza a pieza fue dejando su traje gris, discreto y de buena calidad, sobre la silla roja al lado de la cama; pero al soltarse los tirantes, recordó que su sombrero y abrigo aun estaban sobre el diván. Los trajo al dormitorio, abrió el armario... Pegó un salto hacia atrás y buscó apoyo a su espalda hasta asir una de las grandes bolas rojas de caoba que adornaban los postes de la cama. La habitación, con sus cuatro paredes blancas, en las que las tres sillas rojas resaltaban como fresas en un plato de nata, se recortaba en la inestable luz de la vela. Pero el armario estaba abierto y no estaba vacío. Había alguien dentro, una criatura tan encantadora que el corazón de Albrecht van der Qualen se detuvo un momento y después volvió a funcionar en largos, profundos y plácidos latidos. Ella estaba totalmente desnuda y uno de sus brazos esbeltos se levantaba para engarzar un dedo en uno de los ganchos del techo del armario. Largas oleadas de cabello castaño caían sobre sus hombros infantiles, respirando ese encanto al que no cabe otra respuesta que un sollozo. La luz de la vela se reflejaba en sus ojos rasgados. Su boca era un poco grande, pero tenía una expresión tan dulce como la de los labios del sueño cuando, tras varios días de dolor, nos besan la frente. Sus caderas formaban nido y sus esbeltas piernas se pegaban la una a la otra.
Albrecht van der Qualen se restregó los ojos con una mano y volvió a mirar... y advirtió que en el rincón de la derecha, la arpillera se había soltado del fondo del armario.
—Qué... —murmuró—. ¿Quiere usted entrar? ¿Quiere que cierre? ¿No desea un vasito de coñac? ¿Medio vasito?
Pero no esperaba respuesta, y no obtuvo ninguna. Los ojos brillantes y rasgados, tan negros que parecían sin fondo e inexpresivos, le miraban fijamente, pero sin intención y en cierta manera, empañados, como si no le viesen.
—¿Quieres que te cuente un cuento? —dijo de pronto con una voz baja y profunda.
—Cuéntamelo —contestó él. Se había dejado caer sobre el borde de la cama, con el abrigo sobre las rodillas y con las manos apretadas encima de él. Su boca estaba ligeramente abierta y tenía los ojos medio cerrados. Pero la sangre latía tibia y suavemente por todo su cuerpo y sentía un suave zumbido en los oídos.
Ella se había dejado caer sentada en el armario y con sus delgados brazos, se rodeaba una rodilla doblada; tenía la otra pierna extendida ante sí. Sus pequeños senos se unían bajo la presión de sus brazos, y la luz resplandecía en la piel de su rodilla doblada.
Hablaba..., hablaba con voz suave, mientras la llama de la vela continuaba su danza silenciosa.
Dos caminaban entre los brezales, la cabeza de ella reposando en el hombro de él. Cundía el aroma de todas las cosas nacidas, pero la niebla nocturna empezaba a levantarse de la tierra. Entonces empezó. Y a menudo era en verso, rimando en el modo incomparablemente dulce y fluido que viene hacia nosotros, una y otra vez, en el semiletargo de la fiebre. Pero terminaba mal, era un final triste: los dos quedan en un abrazo indisoluble, con los labios unidos. Entonces uno apuñala al otro en el pecho, con un cuchillo inmenso..., y no sin razón. Así termina. Entonces se levantó con un gesto infinitamente dulce y modesto, levantó la arpillera gris por el rincón de la derecha..., y desapareció.
Desde entonces la encontró cada noche en el armario y escuchó sus cuentos... ¿Durante cuántas veladas? ¿Cuántos días, semanas o meses permaneció en aquella casa y en aquella ciudad? ¿Qué ganaríamos con saberlo? ¿A quién preocupa una miserable estadística? Sabemos, además, que varios médicos le habían dicho a Albrecht van der Qualen que le quedaban pocos meses de vida. Ella le contaba historias. Eran tristes y sin interés, pero flotaban como un suave estribillo sobre su corazón y lo hacían latir más tiempo y con mayor dicha. A veces perdía el control..., su sangre se inflamaba. Tendía las manos hacia ella y ella no se le resistía. Pero entonces, durante varias veladas, no la encontraba en el armario y, al regresar, permanecía callada durante vanas noches. Después, poco a poco, empezaba a hablar hasta que él perdía nuevamente el control.
¿Cuánto duró? ¿Quién lo sabe? ¿Cómo saber si Albrecht van der Qualen se despertó en aquella tarde gris y bajó del tren en aquella desconocida ciudad? Quizá permaneció despierto en su vagón de primera clase y dejó que el expreso Berlín-Roma le llevase velozmente más allá de las montañas. ¿Cargaría cualquiera de nosotros con la responsabilidad de contestarlo de modo definitivo? Todo es incierto.
«Todo puede estar en el aire...».
Las Fronteras arden, el Aislamiento aumenta
Por: Milos Alcalay
Si para Santos la votación de la OEA representa
un duro golpe diplomático, porque el voto nulo Panameño impidió lograr los 18
votos necesarios para convocar la Reunión de Cancilleres; para Maduro el
resultado es mucho mas grave porque parece marcar el fin de la "solidaridad
automática" que se venía aplicando en el organismo hemisférico y en otras
organizaciones regionales. En esta oportunidad tan sólo 4 países acompañaron a
la posición “bolivariana”: Bolivia, Nicaragua, Ecuador y Haití. El resto voto a
favor de Colombia (17) --muchos de ellos miembros del ALBA- y el resto se
abstuvo.
Entre las
abstenciones resalta de manera especial la posición del Brasil, que se va
distanciando paulatinamente de dar su respaldo y comienza a mostrar públicamente
su preocupación con el giro del cierre de fronteras y la migración que ha representado según la ONU el
desplazamiento de 20.000 Colombianos humildes.
Ciertamente la
posición de Lula y Dilma, -que en el pasado se identificaban con su aliado
fronterizo- ha tenido grandes presiones
internas que van desde la posición del candidato presidencial Aecio Neves y su
partido PSDB y otros partidos de oposición, hasta sumar la posición del partido
de Co-Gobierno PMDB de José Sarney. Los ex- Presidentes como Fernando Henrique
Cardoso y Sarney, junto a la posición de la gran prensa y de los empresarios
van presionando a una Dilma Rousseff cada vez más debilitada por la crisis
grave que atraviesa, y por las denuncias de corrupción (muchas de ellas con
Venezuela).
Varios cambios
deben ser observados: La visita de Mitzy Ledezma y Lilian Tintori, marcan un
giro en la posición del Itamaraty de no recibir a dirigentes opositores, ya que
al ser recibidas en la Cancilleria de Rio Branco por instrucciones
directas del Canciller, abren un distanciamiento con la Administración Maduro,
a lo que se suma el desagrado producido por el impacto del atropello en Caracas
contra los 6 senadores presidida por Aecio Neves, que produjo una nota diplomática
dura de la Cancillería Brasileña. La reciente carta dirigida por María Corina
Machado que fue leída en la Comisión de Política Exterior tuvo como resultado
una interpelación al Canciller, quien anuncio que insistiría en promover la observación
internacional calificada para las elecciones del 6 de Diciembre, a lo que se
suma su visita a Colombia y a Venezuela. La ausencia de Maduro y Delcy, quienes
se encontraban hace días en un largo periplo, obligo a los Ministros de
Relaciones Exteriores de Brasil y Argentina a trasladarse a Jamaica con el fin de propiciar el dialogo como solución
pacifica. Pero también muestran una irresponsable actitud de los conductores de
la política exterior venezolana, en momentos en que la frontera arde y el
Hemisferio sigue con mayor preocupación esa grave situación que los propios
responsables.
Las declaraciones
del Embajador de Brasil en Guyana Lineu Pupo de Paula el dia de la Fiesta
Nacional del 7 de Septiembre, evidencian por primera vez en público, la posición
de apoyo a la reivindicación Guyanesa, y pone de relieve otra fragilidad de la
actual diplomacia en otra frontera, porque permitió que el Presidente Granger
destacara “Nos entusiasma la determinación de Brasil de no aceptar ningún disturbio
en sus fronteras”.
Es el momento de
dejar de lado la posición anti-integracionista de cerrar el paso de las
fronteras, ya que ello afecta de manera global a la América del Sur, y hacer
todos los esfuerzos por apagar el “incendio” generado, ya que de no hacerlo, el
aislamiento ira aumentando.