Decálogo del populismo por: Enrique Krauze
"Todas las
civilizaciones, hasta el presente, se han basado en la propiedad privada de los
medios de producción. Civilización y propiedad privada fueron siempre de la
mano" - Ludwig Von Mises
El populismo en Iberoamérica ha adoptado una desconcertante
amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reivindicar
para sí la paternidad del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica
“pueblo”.
Populista quintaesencial fue el general Juan Domingo Perón,
quien había atestiguado directamente el ascenso del fascismo italiano y
admiraba a Mussolini al grado de querer “erigirle un monumento en cada
esquina”. Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez, quien venera a
Castro hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del
“nuevo socialismo”. Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno
político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse por la vía de su
contenido ideológico sino de su funcionamiento. Propongo diez rasgos
específicos.
1
El populismo exalta al líder carismático. No hay populismo
sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para
siempre, los problemas del pueblo. “La entrega al carisma del profeta, del
caudillo en la guerra o del gran demagogo ¬recuerda Max Weber¬ no ocurre porque
lo mande la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y
él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, `vive para su
obra’. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el
discipulado, el séquito, el partido”.
2
El populista no sólo usa y abusa de la palabra: se apodera
de ella. La palabra es el vehículo específico de su carisma. El populista se
siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de
noticias del pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus
pasiones, “alumbra el camino”, y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios.
Weber apunta que el caudillaje político surge primero en las
ciudades-Estado del Mediterráneo en la figura del “demagogo”.
Aristóteles (Política, V) sostiene que la demagogia es la
causa principal de “las revoluciones en las democracias”, y advierte una
convergencia entre el poder militar y el poder de la retórica que parece una
prefiguración de Perón y Chávez: “En los tiempos antiguos, cuando el demagogo
era también general, la democracia se transformaba en tiranía; la mayoría de
los antiguos tiranos fueron demagogos”. Más tarde se desarrolló la habilidad
retórica y llegó la hora de los demagogos puros: “Ahora quienes dirigen al
pueblo son los que saben hablar”.
Hace 25 siglos esa distorsión de la verdad pública (tan
lejana de la democracia como la sofística de la filosofía) se desplegaba en el
ágora real; en el siglo XX lo hace en el ágora virtual de las ondas sonoras y
visuales: de Mussolini (y de Goebbels), Perón aprendió la importancia política
de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar a las masas. Chávez,
por su parte, ha superado a su mentor Castro en utilizar hasta el paroxismo la
oratoria televisiva.
3
El populismo fabrica la verdad. Los populistas llevan hasta
sus últimas consecuencias el proverbio latino “Vox populi, vox dei”. Pero como
Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el
gobierno “popular” interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al rango de
verdad oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural, los
populistas abominan de la libertad de expresión. Confunden la crítica con la
enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla. En
la Argentina peronista, los diarios oficiales y nacionalistas ¬incluido un
órgano nazi¬ contaban con generosas franquicias, pero la prensa libre estuvo a
un paso de desaparecer. La situación venezolana, con la “ley mordaza” pendiendo
como una espada sobre la libertad de expresión, apunta en el mismo sentido;
terminará aplastándola.
4
El populista utiliza de modo discrecional los fondos
públicos. No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas.
El erario es su patrimonio privado, que puede utilizar para enriquecerse o para
embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, o para ambas cosas,
sin tomar en cuenta los costos.
El populista tiene un concepto mágico de la economía: para
él, todo gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos
populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de
los que los países tardan decenios en recobrarse.
5
El populista reparte directamente la riqueza. Lo cual no es
criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, donde hay argumentos
sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de
las costosas burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero
el populista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia.
“¡Ustedes tienen el deber de pedir!”, exclamaba Evita a sus beneficiarios.
Se creó así una idea ficticia de la realidad económica y se
entronizó una mentalidad becaria. Y al final, ¿quién pagaba la cuenta? No la
propia Evita (que cobró sus servicios con creces y resguardó en Suiza sus
cuentas multimillonarias), sino las reservas acumuladas en décadas, los propios
obreros con sus donaciones “voluntarias” y, sobre todo, la posteridad
endeudada, devorada por la inflación.
En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo parte y reparte los
beneficios del petróleo), hasta las estadísticas oficiales admiten que la
pobreza se ha incrementado, pero la improductividad del asistencialismo (tal
como Chávez lo practica) sólo se sentirá en el futuro, cuando los precios se
desplomen o el régimen lleve hasta sus últimas consecuencias su designio
dictatorial.
6
El populista alienta el odio de clases. “Las revoluciones en
las democracias ¬explica Aristóteles, citando `multitud de casos’¬ son causadas
sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. El contenido de esa
“intemperancia” fue el odio contra los ricos; “unas veces por su política de
delaciones… y otras atacándolos como clase, (los demagogos) concitan contra
ellos al pueblo”. Los populistas latinoamericanos corresponden a la definición
clásica, con un matiz: hostigan a “los ricos” (a quienes acusan a menudo de ser
“antinacionales”), pero atraen a los “empresarios patrióticos” que apoyan al
régimen. El populista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus
agentes y los manipula a su favor.
7
El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales.
El populismo apela, organiza, enardece a las masas.
La plaza pública es un teatro donde aparece “su Majestad el
Pueblo” para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra “los malos”
de dentro y fuera. “El pueblo”, claro, no es la suma de voluntades individuales
expresadas en un voto y representadas por un parlamento; ni siquiera la
encarnación de la “voluntad general” de Rousseau, sino una masa selectiva y
vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no Carlos sino Groucho): “El
poder para los que gritan `¡el poder para el pueblo!”.
8
El populismo fustiga por sistema al “enemigo exterior”.
Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos
expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que
patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera. La
Argentina peronista reavivó las viejas (y explicables) pasiones
antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde la Guerra del 98, pero
Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen: un triste régimen
definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra. Por su parte,
Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de bajeza que
aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo hace
representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una invasión
que sólo existe en su imaginación, pero que un sector importante de la
población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por creer.
9
El populismo desprecia el orden legal. Hay en la cultura
política iberoamericana un apego atávico a la “ley natural” y una desconfianza
a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez),
el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la “justicia directa”
(“popular”, “bolivariana”), remedo de una Fuenteovejuna que, para los efectos
prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso
y la judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en Argentina lo eran de
Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y depuraron, a su
conveniencia, el Poder Judicial.
10
El populismo mina, domina y, en último término, domestica o
cancela las instituciones de la democracia liberal. El populismo abomina de los
límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la
“voluntad popular”. En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la
Vicepresidencia de la República.
Perón se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es
impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por
casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había representado a
Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su horizonte mínimo es
el año 2020.
¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala
hierba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En
primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de
“soberanía popular” que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en
los dominios españoles, y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de
independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por
añadidura, una naturaleza perversamente “moderada” o “provisional”: no termina
por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la
engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca,
posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la
verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.
Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el
aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia
es “subvertir la democracia”.