Por: Leandro Area
Deberían
sentirse avergonzados, derrotados, pero cómo exigir o esperar esas
virtudes. Pena tendría que darles el oprobio al que han llevado al país,
a cada uno de los venezolanos, a cada uno de los que nacerán pronto y
no se merecían un destino de jaula.
Mis
opiniones, cálculos y posturas no son las del especialista en cifras y
cuadros estadísticos, garabatos que demuestran, dicen los entendidos,
tendencias desastrosas, fracasos y grises perspectivas. Este proyecto
llamado socialismo del siglo XXI ha sido el más costoso, corrupto e
improductivo en la historia de la humanidad, y ahora que se desploma en
picada abismal, nos arrastra a todos con él como pasajeros secuestrados.
El contenido de la caja negra de este delirio selvático es público y
notorio. No se puede mantener en secreto la obsesión de botija que a
manos llenas se repartió a cambio de silencio imposible.
Los
escombros de esta pesadilla los cargamos en la vida de todos los días.
En la calle que ya no se camina, en la plaza sin luz que ya nadie
visita, en la escuela que no enseña, en el hospital donde sobre todo se
muere, en la decapitada justicia, en la mirada, el sabor, el sonido, el
olfato y el gusto, amargos todos ellos. En la voz, la palabra, el
silencio. En el miedo de cada cual, porque decir “nosotros” es impropio.
¿Quién es ese “nosotros”?
Frustración
y descomposición deberían confesar, pues y por lo menos, los que
apostaron por esa ventolera de cambiar al país y luego perdieron todo lo
jugado en lo que de sueño de país o ambición legítima de poder pudo
tener en sus inicios, y se abortó ya desde sus primeros pasos y después
ni se diga, en aquel golpe de Estado a la democracia, a una sociedad
fácil con una dirigencia más carcomida aún.
A
estas, el pensamiento no deja de alterarse; la imagen de la realidad
que se posa en los barrotes de nuestros balcones ciudadanos es la que
ocupa la naturaleza exuberante frente al diminutivo social que no hemos
podido superar a pesar de alardes y campañas publicitarias sobre las
virtudes cívicas del venezolano. A toda esa intención, no por malsana,
se la traga la selva que nos cuece.
Supuestamente
imaginativos más no más allá de imaginarios colectivos como Bolívar,
José Gregorio Hernández o María Lionza, nunca llegamos a creer que
llegaríamos a este llegadero del eterno retorno, ahora sí de nuestra
dictadura, populismo y sumisión consentidos y recurrentes.
Narrábamos
esos aconteceres como cuentos de niños. Había una vez, contábamos,
dibujábamos nuestra historia en pizarrones escolares, los bigotes de
Gómez, “el bagre”. Nos llevaban al museo a ver a Miranda en la Carraca,
como si eso nos salvara de la ignominia que fuimos y volveríamos a ser.
Nos reíamos de Pérez Jiménez, el gordito aquel, bonchón persiguiendo
carajitas desnudas en su Vespa de nuestros sueños más gozosos.
Complementaban este álbum de barajitas y de ejemplos las buenas
excepciones de la partida: el “Sabio” Vargas, López Contreras, Medina
Angarita, Rómulo Gallegos.
Y
vino a venir pasajero el capítulo de la democracia; tiempo de doble
tesitura, por lo que de corrupta e ineficaz tuvo y frágil además, a
pesar de todas sus glorias, que las hubo, para que no me brinquen encima
ahora sus amantes llorones, que quién sabe si al final dejaron al
“gocho” Pérez sucumbir en manos de esto que ahora somos.
Lo
cierto es que hemos sido imaginadores del pasado, propiciadores se
diría y en buena medida, de aquello, de nuestro caudillismo, de las
arengas puebleras, ¡ah, esos andinos sí sabían gobernar, carajo!
Mentiras, gobernaron cien años y qué. Alborotadores de excentricidades,
sí, nuestra historiografía no logró cambiar el esquema: aquel gustico a
monte, a ruana, a caballo, a polvareda y humedales, persiguiendo un
fantasma de machete en la mano, a un caudillo, hacia no sé dónde, hacia
no sé qué, hacia no sé cuándo. Tierra de gracia. Bochinche y más
bochinche. Barbarie contra civilización.
Porque
si no habitara entre nosotros ese fantasma colectivo del caudillaje,
cómo fue que entonces se sembró tanto odio, por qué se inventaron tantos
enemigos, de cuándo acá somos dos sociedades, quién el arquitecto de
tanta distancia, quién borró el horizonte, quién plantó esta patraña y
quién la riega constante.
Los
dueños de esta implosión elaborada, los generales de tanto veneno,
deberían dormir desde hace tiempo en su propio panteón de pesadilla,
pues tanto mal repartido y sembrado merece una pena que la justicia de
los hombres no es capaz por sí sola de otorgar.
Pero
no, están aquí tan campantes, gobernando al país, destruyéndolo como si
nada; como antes. Y es tal su delirio y su ceguera, que son incapaces
de ver que no tan lejos se divisa un volcán que ya fumea más que
desilusión y escupe bocanadas de rabia y de desesperanza, que a buenas o
por malas deberá vomitar para finalmente, reposar en su destino de
ceniza. Y a empezar otra vez, como siempre.
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