Por: Federico Vegas
Tomado de: http://prodavinci.com
Acabo de ver en youtube el video navideño de Ikea. Se titula La otra Carta
y consiste en un experimento muy sencillo. Primero invitan a unos niños
a escribir una carta a los Reyes Magos y a continuación los vemos
elaborar las clásicas listas de bicicletas, guitarras, muñecos y algunas
peticiones más esotéricas, como un unicornio que vuela (recuerdo una
Navidad en que mi hijo le pidió al Niño Jesús un traje de Officeboy).
Luego les piden que escriban una carta a sus padres sobre lo que quieren
para la Navidad. En la siguiente escena aparecen el papá y la mamá
leyendo estas segundas cartas de sus hijos y llorando por las
peticiones: “Quiero que pasen más tiempo conmigo”, “Que cenen más con
nosotros”, “Qué juguemos más”, “Que me hagan más cosquillas”.
Le tengo una cierta desconfianza a Ikea,
la única empresa que ha logrado que les pague por ponerme a trabajar
armando lo que me han vendido inconcluso. Creo que lo logran no solo
porque el mueble resulta más barato, parece que además nos gustan las
labores entre hogareñas y masoquistas. Este síndrome tan comerciable es
parte del mensaje que Ikea nos vende con este video: el tiempo tiene más
valor que cualquier objeto. Dicho de otra manera: no se debe llenar la
falta de tiempo con los hijos mediante un exceso de regalos, o, según
Ikea: nada mejor que armar una biblioteca en familia.
Desde mi frágil condición —llena de
arrepentimiento por todo lo que no hice como padre y ahora quisiera
hacer como abuelo—, he estado pensando en la crueldad de someter a un
niño a escribir esas dos cartas para luego preguntarle cuál enviarían si
pudieran enviar una sola. ¿Cómo podemos lograr unir los regalos y el
tiempo en una sola ofrenda? Una posible respuesta sería entregarles a
los niños algo que les abra las puertas a un enriquecedor intercambio
con sus padres, y hasta con sus abuelos. En resumen: regalarles una
verdadera experiencia iniciática.
Ahora les narro algunos ejemplos en orden de aparición:
Una cámara fotográfica. La
primera cámara que me regaló mi padre fue una Kodak que ofrecía una
sola opción: apretar el obturador. Después de enseñarme a colocar el
rollo, me dio una recomendación muy precisa:
— Sólo puedes tomar fotos de día.
Pero yo era impaciente y esa misma noche
salí al jardín a retratar las andanzas de mi perro. Pocos días después
llegó mi padre con el testimonio de mi pecado y fue mostrándome con
expresión lúgubre 36 negativos de una absoluta transparencia. Asimilé la
lección, pero sin entenderla. ¿Si las fotos habían sido tomadas de
noche, por qué los negativos lucían tan claros?
He debido plantearle a mi padre esa duda
e incursionar, bajo su guía, en los secretos de un proceso que está
lleno de inversiones y compensaciones. Por ejemplo, en los negativos la
luz es lo negro y las sombras lo blanco, una etapa previa a una segunda
inversión que genera un positivo, el resultado final fijado en papel
fotográfico. Estas transformaciones se llaman revelado, y en verdad
ofrecen una serie de cruciales revelaciones.
Cuando recuerdo aquella triste sorpresa
ante los negativos vacíos, tiendo a hacerme una serie de preguntas: ¿La
creación se inicia en una hoja blanca donde vamos dibujando y
resolviendo nuestras oscuras realidades? ¿O en una página negra donde
vamos extrayendo nuestros pensamientos oscuros y caóticos hasta llegar a
una franca luminosidad? ¿O consiste en un ir y venir entre ambas
operaciones de agregación y sustracción?
Los padres pueden ser excelentes
compañeros en el proceso de entender que la cámara es una extensión de
nuestros ojos. Conocer sus mecanismos nos asoma a la relación entre el
espacio, el tiempo, la luminosidad, la sensibilidad y el foco,
dimensiones que concurren en nuestra percepción de la realidad. Así nos
vamos adentrando en nuestro interior e intuimos que nuestra relativa
percepción del mundo se basa en una serie de equilibrios y complejas
combinaciones.
Creo que las cámaras analógicas,
anteriores a las digitales, tienen ciertas ventajas didácticas. La
principal es que nos conducen a la magia de ese revelado que invierte
ante nuestros ojos lo que captó el negativo. Cuando yo era niño no había
mayor amenaza que ser encerrado en un cuarto oscuro, y resulta que, en
ciertas circunstancias, como el pasar una imagen de negativa a positiva,
puede ser el mayor de los premios. Dichosos los padres y los hijos que
alguna vez han compartido las ciencias y misterios de esta experiencia.
Un microscopio. Hubo
una época en que todos los niños pedían un juego de química y se
dedicaban a buscar la sustancia más explosiva, o la mancha más
indeleble, o el líquido más pestífero. Yo tuve la inmensa suerte de
contar con mi tío Leopoldo, entonces estudiante de Medicina. Mi juego
incluía un microscopio y mi tío me ayudó a descubrir que la vida tenía
otros ámbitos, otras escalas, que están constantemente ante nuestros
ojos pero no logramos verlas. La iniciación se dio con la pata de una
cucaracha convertida en la tibia y el fémur de un dinosaurio gigante, y
luego con una de las finas capas de una cebolla, donde “la mayor
contiene una menor y la siguiente a la siguiente”, como dice Wisława
Szymborska en el poema que, gracias al experimento con el adorado tío
Leopoldo, puedo hoy recordar con autoridad milimétrica.
Lo de la cebolla, eso sí lo entiendo,
el vientre más bello del mundo:
se envuelve a sí mismo en aureolas
para su propia gloria.
En nosotros: grasas, nervios, venas,
secreciones y secretos.
Se nos ha denegado
la idiotez de lo perfecto.
el vientre más bello del mundo:
se envuelve a sí mismo en aureolas
para su propia gloria.
En nosotros: grasas, nervios, venas,
secreciones y secretos.
Se nos ha denegado
la idiotez de lo perfecto.
Me volví voraz y logré ver las gruesas y
entorchadas guayas de las telarañas, los ojos hipertiroideos de las
moscas, bacterias psicodélicas nadando en gelatina de fresa, y hasta un
pedazo de pellejo que me arranque de la mano y coloreé de azul,
sacrificando mi cuerpo en aras de la ciencia.
No me fue tan bien con un telescopio que
me regalaron en mi primera comunión. Quizás se debió a que no hubo
nadie que me iniciara; o soy más aficionado a lo que está muy cerca que a
lo demasiado lejos. Una luna llena, lo único que llegué a ver con un
aparato que tendía a inclinarse como un cisne cansado, me aburrió con
sus gélidas muecas. Los únicos planetas y astros celestes que llegué a
observar con fruición fueron las nalgas y los senos de una señora
bastante mayor que vivía a unas dos cuadras de mi casa.
Una máscara
No hay mejor máscara que la de buceo.
Seguimos siendo los mismos, pero vemos y somos vistos como si
perteneciéramos a otra realidad. Y tiene, además, otros usos
trascendentales, pues aprender a nadar es muy necesario, pero no tan
aleccionador como aprender a bucear. Mi primera exploración en el fondo
del mar me dio la base para entender un poema de Paul Eluard que vine a
leer muchos años después:
Hay otros mundos, pero están en éste.
Hay otras vidas, pero están en ti.
Hay otras vidas, pero están en ti.
Estar bajo el agua es como visitar esa
luna ingrávida de la que solo me importan sus influencias amorosas y
neuróticas, pero con la ventaja de que es tan fácil regresar a la
tierra. Lástima que no se pueda respirar y las meditaciones a dos metros
de profundidad sean tan breves. Por supuesto que están las famosas
bombonas de Jaques Costeau que pueden llegar a convertirnos en un
submarino de pensamientos literalmente profundos. Pero no pretendo
pedirle a un padre que le compre el equipo completo a su hijo; basta con
un esnórquel, germanismo que está a punto de ser aprobado por la Real
Academia.
Si los periodistas son los surfistas de
la historia, y los historiadores se toman su tiempo observando las olas
desde la playa, al novelista le toca hundirse en el mar de lo viviente y
sacar de vez en cuando, para distraerse, un periscopio que capta
cuentos; pero no atmósferas, que son el tema de su verdadero oficio.
Será por esto que me siento tan ficticio cuando buceo, tan apartado,
ensimismado y, en cierta medida, tan prehistórico.
Comencé buceando con arpón a la caza del
mero ideal, hasta el día que bajé sin arma y los peces me aceptaron con
una mezcla de curiosidad y amable indiferencia. Me dejé llevar por la
corriente y floté hasta una especie de cueva donde vivía la familia
Mero. Estaban el papá Mero y la mama Mero con sus niños en una función,
que por la hora y la placidez, ha debido ser la siesta del desayuno.
Partiendo de esa imagen me atrevo a proponer que en esta Navidad le
compren una máscara a todos los miembros de la familia, y sigan la
famosa prédica del padre Peyton: “Familia que bucea unida, permanece
unida”.
A los doce años mi hijo Andrés nos
sorprendió inscribiéndose en un curso de buceo. Me limité a llevarlo a
las clases y acompañarlo el día de su graduación. En los mares de
Morrocoy se sumergió rodeado de adultos que le duplicaban y triplicaban
la edad. Fue el mejor alumno. He debido acompañarlo hasta el fondo, pero
no supe entender que me estaba señalando un camino.
Una carpa. Tuve la
buena y la mala suerte de pasar mi infancia en un suburbio de lotes
vacíos que tardó en llenarse después de la caída de Pérez Jiménez.
Nuestra pandilla vagaba por entre las pocas casas que se construían en
Chuao, y fue fácil conseguir tableros abandonados y retorcidas láminas
de zinc para construir la sede de un club destartalado, que era apenas
una sombra para enanos.
Una vez encontramos en el monte una caja
llena de revistas con mujeres desnudas. Alguna esposa las había
descubierto, rasgado por la mitad y arrojado en las inmediaciones de
nuestra sede. El descubrimiento tenía mucho de tentación satánica por su
abundancia e inexplicable dosis de suerte. Como suele suceder con todo
tesoro, terminó dividiendo el grupo. Unos lo consideraron un manantial
de sacrilegios, otros un regalo divino que no debía desperdiciarse; unos
ojeaban llenos de arrepentimientos, otros se masturbaban sin pudor y
sin hartarse de aquella oferta inagotable. Al estar las páginas
divididas justo en la mitad, se podían lograr infinitas combinaciones,
tal como con los “cadáveres exquisitos”, esas figuras que los
surrealistas dibujaban entre dos sin saber uno lo que haría el otro.
Una opción más casera son las
construcciones con sábanas y cobijas formando una especie de tienda
árabe tensada con sillas y guindando de una lámpara. Pero tampoco es una
buena opción para un regalo navideño. El ideal es la carpa, que tiene
sentido hasta armada dentro de un apartamento.
Cuando mi padre me regaló una carpa, él
estaba incluido en el paquete, pues insistió en que era de tamaño
familiar. De hecho la inauguramos juntos, solos él y yo, en un paseo a
los Canales de Río Chico. Navegamos por los canales todo el día y
acampamos en una playa. En la noche asamos unas salchichas de la Colonia
Tovar, pero de algún Tovar irresponsable que llenó los embutidos con
explosivos que se meteorizaron a lo largo de la noche en un fiero
concierto de flatulencias. Al principio me sentí capaz de competir en
igualdad de condiciones, pero pronto fui arrollado y tuve que salir a
una noche fría y llena de zancudos. Mi padre tenía sin duda más fuelle y
experiencia, y la ventaja de estar dormido, o hacer como si lo
estuviera. O quizás, honrando el espíritu del refrán: “A nadie le parece
su hijo feo ni le huele su peo”, creería que los míos eran también
suyos y los aceptaba con la tolerancia de lo inevitable, pues en las
carpas se pierde el sentido territorial y las pertenencias se confunden.
En futuras gestas con el Centro
Excursionista Loyola comprendí que esa ceremonia digestiva es parte
indispensable del ritual nocturno, y supe comportarme a la altura de un
hombre tenaz, gracias a aquel primer paseo con mi héroe en una jornada
mitológica que solo los dioses pueden regalar y aún me conduce.
Una pelota. La pelota
de béisbol es mucho más peligrosa que la de fútbol o la de básquet. Hay
que ver el culillo que sienten los principiantes cuando se juega
arreado. También es la más bella, exponiendo sus legibles costuras rojas
y su blancura pura y epidérmica, capaz de mostrar cada roce con la
arcilla, el césped o el bate.
Toda pelota es un regalo que invita a la
participación, pues tiene poco sentido para un niño sin compañía. En el
caso del béisbol es muy recomendable que sus primeros intercambios con
esa bola tan dura y vertiginosa sean con el padre, quien sabrá
acompañarlo con paciencia mientras se va haciendo cada vez más diestro y
valiente. Picharse equivale a conversar. Aún en
silencio se dicen muchas cosas con los movimientos del cuerpo, con la
velocidad del lanzamiento, con la soltura o tensión al atajar y al
lanzar.
Aquí debo aprovechar la ocasión para
pedir excusa por hablar más de niños que de niñas —la razón es obvia
cuando mi punto de partida es mi propia infancia—, y, de paso, quiero
asegurarles que la sesión de picheo entre un padre y una hija, o una
madre y un hijo, o un hermano y una hermana, puede abrir compuertas y
liberaciones muy estimulantes. No se lo pierdan.
Otra cualidad que he encontrado en estas
sesiones es cómo se van manifestando claramente las cuatro etapas del
conocimiento. En la primera, el niño o la niña jamás antes ha lanzado
una pelota, y es inconsciente de lo que no sabe. En la segunda, comienza
a lanzarla y se hace consciente de lo que no sabe. Poco a poco va a
aprendiendo y entonces es consciente de lo que sabe. Un buen día lo hace
sin pensar y alcanza el absoluto placer de jugar sin estar consciente
de todo lo que ha aprendido.
Pude observar este último paso gracias a
mi nieto Bernardo, quien unas veces lanzaba la bola duro y directo a mi
pecho y otras veces fallaba por dos metros. Hasta que le dije con la
debida gentileza:
— Lanza sin pensar… ¡Suéltate!
Y se dio el cambio. En ese momento
recordé una tarde que estaba con mi primo Luis Gerónimo tumbando mangos
maduros con mangos verdes. Luis no fallaba y yo jamás acertaba, hasta
que el dueño de aquella puntería prodigiosa me dijo sin deseos de
ofenderme:
— Lanza con los ojos cerrados… deja que la suerte te ayude.
El póker. Coloco de
último este económico regalo que solo requiere de un paquete de cartas y
unas fichas de colores, porque es el intercambio más reciente que he
sostenido con mis nietos.
En el siglo XIII, Alfonso el Sabio, rey de España, escribió un tratado llamado El Libro de los juegos.
Comienza con esta anécdota: Un rey de la India citó a sus sabios para
preguntarles sobre la esencia de los hechos y las cosas. Uno opinó que
era la razón, otro que el azar y el tercero que el equilibrar ambas
cosas mediante la cordura. El rey no entendía conceptos tan breves y
etéreos y exigió a cada sabio un modelo que aclarara su propuesta.
Regresaron después de un año. El primero demostraba las posibilidades de
la razón con un juego llamado ajedrez. El segundo reveló el inexorable
azar con dos dados. Y el tercero ejemplificó el devenir que la cordura
intenta aprovechar mediante unas tablas que hoy llamamos Back-Gammon.
Yo creo que al Rey Sabio le faltó
incluir el póker, un juego que además de integrar el azar y la razón,
aporta el “bluff”, una palabra que es mejor aceptarla tal como suena en
nuestro idioma que intentar traducirla con verbos como “fanfarronear”,
“engañar” o “farolear”. Algún purista dirá que es inmoral enseñarle a
los hijos el arte de mentir, pero en el póker jamás se miente, se hace
creer. Y esa es la gran enseñanza de este juego: quien nos engaña no
necesariamente lo hace a través de la mentira, también puede hacerlo con
una seriedad avasallante, imponente, presidencial. Ya lo decía mi
padre: “Los únicos políticos serios son los que nunca se ríen”.
En nuestras sesiones con frijoles en vez
de fichas, he visto a los niños aprender a controlar las emociones, a
respetar los turnos, calcular los riesgos, conocer las reglas, observar a
sus contrincantes, saber perder, comprender que lo importante no es
ganar, sino pasarla bien. Ya lo decía alguien alguna vez:
— A mi me gusta perder en Póker.
— ¿Y ganar?
— ¡Ah! ¡Ganar me fascina!
Aquí termina una lista que en el próximo
diciembre será otra. Mi último consejo es que, hagan lo que hagan, no
le regalen a sus hijos un celular, esos aparatos que acercan a los que
están lejos y alejan a los están cerca.
Y por último: ¡Feliz Navidad!
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