Por: Luis Lòpez Nieves
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El guerrero
El
21 de julio de 1798, durante la legendaria Batalla de las Pirámides en
que Napoleón Bonaparte derrotó a los mamelucos egipcios, el capitán
francés Philippe Farel luchaba frente a su compañía de húsares en el
punto más denso y sangriento del combate. Era mucho el polvo que
levantaban los guerreros, los animales, la artillería y las máquinas de
guerra de ambos bandos. El flanco izquierdo del caballo del capitán
Farel golpeó, de pronto, el flanco derecho del caballo del capitán
egipcio Esmat Nazif. Ambos combatientes giraron rápidamente en sus
monturas, pero el capitán francés fue más veloz: con un movimiento
instantáneo de su brazo derecho hundió su sable en el pecho del capitán
Nazif, quien soltó su alfanje, cerró los ojos y cayó a tierra sin decir
palabra. El capitán Farel no tuvo tiempo de mirar hacia abajo para
conocer el rostro del hombre a quien había matado: otro jinete egipcio
lo atacaba con la cimitarra en alto.
Poco
después del fin de la batalla, el capitán Farel regresó a Francia con
el general Bonaparte, a quien sirvió fielmente hasta la célebre batalla
de Waterloo en 1815, aunque para esta fecha ya había alcanzado el rango
de general. Perseguido por sus ideas bonapartistas y su lealtad a la
memoria del Emperador destronado, el general Farel huyó de Europa y se
estableció en el sur de la provincia francófona de Quebec, en América
del Norte, adonde llegó en mayo de 1817. Gracias al oro y a las piedras
preciosas que rescató del tesoro de su admirado Napoleón, compró
millares de hectáreas de tierras de pastoreo y fundó una hacienda
ganadera. Un año después llegaron desde Francia su esposa y su hijo.
El hijo
Gérard
Farel, nacido en París en 1810, llegó al sur de
Québec con su madre, la mujer del ex general Philippe Farel,
cuando sólo tenía ocho años de edad. Al igual que lo habían hecho su
bisabuelo y su abuelo en Francia, y su padre en la provincia de
Québec, se dedicó a la ganadería, aunque
nunca fue feliz ni se sintió satisfecho. Todos los días
se sentaba en el balcón de su mansión campestre a contemplar las
inacabables praderas de verde pasto, pero no podía disfrutar la
hermosura del paisaje: en realidad no hacía más que añorar y revivir los
recuerdos de su infancia en París. Como si se tratara de un sueño,
recordaba el ruido de los caballos sobre las calles pavimentadas de la
ciudad, sus divertidos paseos por el Bosque de Bolonia, y el alboroto
citadino de los peatones y los coches que desde niño había asociado con
lo más exquisito de la vida. Gérard fantaseaba con volver a París. Y así
lo hizo a los
57 años de edad: de pronto, un buen día del
año 1867, le cedió su hacienda a sus dos hijos, agarró una cantidad
sustancial de ahorros y regresó con su mujer a Francia.
Los nietos
Adolphe
y André Farel –gemelos– nacieron en la hacienda de Gérard Farel en
1846. Adolphe lamentó la noticia de la partida de sus padres, en
especial la de su madre, a quien se sentía muy apegado, pero recibió con
grande alegría el anuncio de que al fin sería dueño de la mitad de la
hacienda familiar. No ocurrió igual con André. Este prefería los libros a
la ganadería, las bibliotecas a los prados, la reflexión filosófica a
la acción inmediata y bovina. Acordaron que Adolphe administraría la
próspera hacienda y le enviaría a André una pensión de lujo, para que
viviera a gusto en una ciudad con biblioteca y se dedicara a los
estudios. Así lo hicieron durante toda la vida. Ambos hermanos se
querían mucho y nunca discutieron por dinero.
Al
principio André vivió en la ciudad de Québec, donde tenía reputación de
intelectual y excéntrico porque no se interesaba por las cosas que
incumbían a la mayoría de sus vecinos. Además, nadie sabía por qué vivía
con tanto desahogo, con coche y caballos propios, ya que jamás lo
habían visto trabajar. En 1886, a los cuarenta años de edad, había
agotado las bibliotecas de
Québec, por lo que decidió mudarse a Montreal, donde aprovechó
las circunstancias para aprender inglés. Diez años después, a los
cincuenta, concluyó que Montreal le quedaba pequeña y optó por mudarse a
Nueva York: se le había metido en la cabeza la idea de que sólo sería
feliz si vivía en una ciudad con muchas librerías y grandes bibliotecas.
Alquiló un apartamiento cómodo, con vista al Parque Central, y vivió lo
que sería la etapa más plena y hermosa de su vida, porque tenía a su
alcance todos los libros del mundo.
A
los tres años de vivir en Nueva York, en 1899, conoció a una joven
neoyorkina en una biblioteca. A pesar de la gran diferencia de edad
–André ya tenía cincuenta y tres– la hermosa muchacha, como ocurre con
relativa frecuencia, se enamoró desesperadamente de Farel, no sólo por
su intelecto, que la dejaba sin habla, sino porque seguía siendo un
hombre guapo y hablaba con ese encantador acento francés que, como es
sabido, ninguna mujer puede resistir. Dos años después, en 1901, nació
Víctor.
El biznieto
Víctor
Farel nació en Nueva York, en el barrio de Manhattan conocido como
Greenwich Village. Ocho años después, todavía niño, quedó huérfano de
padre, por lo que se crió como estadounidense. Al principio, la madre
–que conocía bien la lengua gala– le hablaba sobre su herencia francesa y
quebequense e intentó enseñarle a hablar francés, pero el niño sólo se
interesaba por la mecánica, la ingeniería y la aplicación de las
ciencias a las técnicas industriales. Cuando sólo tenía doce años de
edad quedó huérfano de madre. Gracias a una amiga de la fallecida, que
conocía la dirección de los abuelos maternos del niño –vivían en Ohio–,
las autoridades pudieron comunicarse con ellos y enviarles al menor.
Nadie conocía a su tío Adolphe, quien administró la hacienda ganadera
hasta los ochenta y cinco años de edad y nunca se arrepintió de su feliz
existencia rodeado de vacas.
Víctor
se hizo ingeniero, se casó con una norteamericana de ascendencia
inglesa y pasó a ser un estadounidense más de Ohio, con apenas unas
vagas nociones de sus orígenes franceses, y sin ningún conocimiento de
las gloriosas hazañas de su bisabuelo, el general Farel, al lado del
emperador Napoleón I.
El tataranieto
Billy
Farel nació en Columbus, Ohio, en 1929. Padecía serios problemas de
aprendizaje. Odiaba la lectura y la escuela porque desde niño su padre
lo había sometido a un régimen insoportable de estudios científicos.
Mientras los demás niños jugaban, iban al cine o escuchaban la radio,
Billy tenía que pasar la tarde sentado al lado de su madre,
memorizándose las tablas de multiplicación o leyendo libros de
ingeniería o de mecánica industrial que lo aburrían hasta desear la
muerte. En el hogar de los Farel no había paz, sino guerra continua. El
padre exigía disciplina y estudio, el hijo quería juego y libertad. La
madre, como ocurre en estos casos, intentaba servir de intermediaria,
pero el carácter del padre era muy intransigente, casi militar.
En
1945, a los dieciséis años de edad, harto de una situación familiar que
le convertía la vida en un infierno, Billy Farel se fugó de la casa
paterna. Aunque joven, ya era alto, fuerte y musculoso. No era un
intelectual, pero tampoco era tonto. Primero vagó de ciudad en ciudad,
aceptando trabajos menores que pagaban poco; luego empezó a visitar
otros estados. Tras una vida nómada de quince años, de la que nunca se
arrepintió porque conoció decenas de ciudades y vivió con entera
libertad, a los treinta y un años empezó a trabajar en una panadería de
Alexandria, en el estado de Virginia. Se enamoró del arte de hacer pan y
echó raíces. Nunca jamás abandonó su amada ciudad de Alexandria.
El retorno
Philip
Farel nació en Alexandria en 1973. Su padre se había convertido en un
próspero comerciante, dueño de una cadena de trece panaderías, pero
ningún miembro de la familia Farel quería que Philip fuera panadero.
Billy quería que estudiara abogacía, para que pudiera administrar la
cadena y convertirla en una franquicia internacional, y la madre de
Philip quería que estudiara medicina, porque decía que en todas las
familias hacía falta un médico. Pero, aunque nadie se había dado cuenta
todavía, el destino de Philip estaba sellado. Desde niño sus juegos
favoritos habían sido los relativos a la guerra. Se vestía de soldado,
hablaba como soldado, leía libros sobre soldados y guerras, sólo veía
películas marciales. Nunca se sacaba de la correa un revólver de
plástico que parecía verdadero, y siempre vestía uniforme de camuflaje.
Fue cobito y niño escucha. Marchaba en todas las paradas del 4 de Julio.
Alumno aplicado, cuando
estaba a punto de terminar sus estudios preuniversitarios le expresó a
sus padres su sueño de ingresar a la mejor academia militar de los
Estados Unidos: West Point. Gracias a sus buenas calificaciones y a las
influencias políticas de su padre, fue admitido a la prestigiosa
universidad. Se graduó en 1995, a los veintidós años de edad, con el
rango de teniente. Ocho años después, en 2003, había ascendido a
capitán. Participó en la invasión norteamericana de Irak con la 82ª
División Aerotransportada, a cargo de una compañía de infantería.
Consumada la ocupación de Bagdad, a la compañía del capitán Farel le
asignaron la tarea de buscar y erradicar a los combatientes enemigos de
uno de los barrios más poblados y peligrosos de la ciudad. El 21 de
julio de 2004, durante una operación limpieza de casa en casa, el
capitán Farel supervisaba a sus tropas mientras registraban las
habitaciones de una
mansión grande y oscura. Philip Farel escuchó un ruido en un cuarto
vacío que estaba a su izquierda. Sin pensarlo, casi por instinto, entró
solo a la alcoba. De pronto vio una figura humana oculta detrás de la
puerta. Ambos giraron rápidamente, pero la figura iraquí fue más veloz.
Colocó la punta de su puñal sobre el corazón del capitán Farel, y con la
otra mano le apretó la garganta para que no gritara. Con mucha
dificultad, porque casi no podía respirar, el
Capitán suplicó en voz muy baja:
–Por favor, no te he hecho nada. No me mates.
* * *
El guerrero
El
21 de julio de 1798, durante la legendaria Batalla de las Pirámides en
que los mamelucos egipcios fueron derrotados por Napoleón Bonaparte, el
capitán egipcio Esmat Nazif luchaba frente a su compañía de jinetes
mamelucos en el punto más denso y sangriento del combate. Era mucho el
polvo que levantaban los guerreros, los animales, la artillería y las
máquinas de guerra de ambos bandos. El flanco derecho del caballo del
capitán Nazif golpeó, de pronto, el flanco izquierdo del caballo del
capitán francés Philippe Farel. Ambos combatientes giraron rápidamente
en sus monturas, pero el capitán egipcio fue más lento: recibió un
sablazo en el pecho. Sintió un dolor agudo, punzante, opresivo, que en
un segundo le recorrió el cuerpo entero, le paralizó los músculos y lo
dejó sin fuerzas. Soltó el alfanje que llevaba en la mano derecha, se le
cerraron los ojos y cayó de la silla sin emitir una palabra. Murió sin
conocer el rostro del hombre que lo había matado.
Poco
después de esta célebre batalla, la ciudad egipcia del capitán Esmat
Nazif fue arrasada por los franceses. Perseguida por ser la mujer de un
capitán y noble egipcio, la joven esposa de Nazif escondió entre sus
ropas a su niña recién nacida y huyó de Egipto con la ayuda de su
hermano. Se estableció en el sur de la ciudad palestina de Jericó, y
gracias al oro y a las piedras preciosas que le dieran los padres de su
marido antes de huir, compró millares de cabras y de ovejas y fundó una
lucrativa empresa de pastoreo.
La hija
Fátima
Nazif, nacida en El Cairo en 1798, llegó al sur de Jericó con su madre,
la viuda del capitán Nazif, cuando sólo tenía cinco meses de vida. Al
igual que lo habían hecho sus ancestros maternos en Egipto, y su madre
en el sur de Jericó, se dedicó al pastoreo, aunque nunca fue feliz ni se
sintió satisfecha. Todos los días se sentaba junto a sus inmensos
rebaños y rehuía el contacto de los pastores, de las pastoras y de todos
los que buscaban su compañía. No podía disfrutar la riqueza de sus
rebaños ni la suave belleza de los montes que la rodeaban, porque desde
niña su madre le había leído en voz alta los cuentos de Las mil y una noches
y ella añoraba visitar Bagdad, la mágica ciudad de visires y sultanes.
Como si las lecturas de su madre no hubieran sido fantasías, sino
reales, a Fátima le bastaba con cerrar los ojos para ver las calles
laberínticas de la ciudad, escuchar el bullicio del mercado y olfatear
las nubes de incienso que brotaban de las ventanas de los palacios
bagdadíes. Un buen día del año 1853, tras cumplir
55 años de edad, Fátima decidió de pronto
que la felicidad valía más que un millón de cabras. Le cedió sus rebaños
a sus dos hijas, agarró una cantidad sustancial de ahorros, escogió a
cinco de sus criadas favoritas y a sus tres guardaespaldas más fuertes, y
partió a la ciudad de sus sueños.
Las nietas
Amira
y Aicha –gemelas– nacieron en el sur de Jericó, junto a los rebaños de
Fátima Nazif, en 1830. Amira lamentó la noticia de la partida de su
madre, a quien se sentía muy apegada, pero recibió con alegría el
anuncio de que al fin ella y su marido serían dueños de la mitad de los
rebaños. No ocurrió lo mismo con Aicha. Esta prefería los libros a la
ganadería, la lectura a los prados, la poesía a la acción inmediata y
bóvida. Acordaron que Amira administraría los prósperos rebaños y le
enviaría a su hermana una pensión de lujo para que escribiera poesía y
viviera a gusto en una ciudad con biblioteca. Así lo hicieron durante
toda la vida. Ambas hermanas se querían mucho y nunca discutieron por
dinero.
Al principio Aicha
vivió en Jericó, donde tenía reputación de excéntrica porque no se
interesaba por las cosas que incumbían a la mayoría de sus vecinas.
Además, nadie sabía por qué vivía con tanto desahogo –con coche,
guardaespaldas y caballos propios– ya que jamás la habían visto en la
compañía de un hombre que la mantuviera. En 1856, a los veintiséis años
de edad, había agotado las bibliotecas de Jericó, por lo que decidió
mudarse a Jerusalén. Cuatro años después, a los treinta años de edad,
concluyó que la provinciana ciudad de Jerusalén le quedaba pequeña y
optó por mudarse a Constantinopla: se le había metido en la cabeza la
idea de que sólo sería feliz en la más grande y culta de todas las
ciudades musulmanas, donde abundaban las bibliotecas, las mezquitas y
todos los museos de arte. Compró una casa majestuosa en el centro de la
ciudad, con vista hacia el Cuerno Dorado y Hagia Sophia, y vivió
entonces lo que sería la etapa más hermosa de su vida, porque tenía a su
alcance toda la poesía del mundo.
Al
año de vivir en Constantinopla, en 1861, conoció a un poeta turco en la
biblioteca de la Gran Mezquita de Suleimán el Magnífico. Como ocurre
con frecuencia en estas situaciones, el escritor se enamoró perdidamente
de Aicha, no sólo por sus versos que lo dejaban sin habla, sino porque
era una mujer bella, de grandes ojos negros, que hablaba con ese
encantador acento egipcio que, como es sabido, ningún hombre puede
resistir. Un año después, en 1862, nació Adiba.
La biznieta
Adiba
nació en el Barrio Antiguo de Constantinopla, a pocas calles del
célebre Bazar Egipcio. Ocho años después, todavía niña, quedó huérfana
de madre, por lo que se crió como turca. Al principio su padre –que
conocía bien la historia egipcia– le hablaba sobre su herencia
faraónica, pero la niña sólo se interesaba por la astronomía, las
matemáticas y el estudio de la lógica. Cuando sólo tenía doce años de
edad quedó huérfana de padre. Gracias a un amigo de su padre fallecido,
que conocía la dirección de los abuelos paternos de la niña en la ciudad
turca de Esmirna, las autoridades de la Gran Mezquita Azul pudieron
comunicarse con ellos y enviarles a la menor. Nadie conocía a su tía
Amira, quien administró sus rebaños hasta los ochenta y cinco años de
edad y nunca se arrepintió de su feliz existencia rodeada de alegres
cabras.
Adiba se casó con
un turco que también amaba la astrología. Pasó a ser una turca más de
Esmirna, con apenas unas nociones muy vagas de sus orígenes egipcios, y
sin ningún conocimiento de las gloriosas hazañas de su bisabuelo el
capitán Nazif, quien había dado la vida por expulsar a Napoleón de
Egipto.
La tataranieta
Zubeida
nació en Esmirna, Turquía, en 1892. Padecía serios problemas de
aprendizaje. Odiaba los libros porque desde niña su madre la había
sometido a un régimen insoportable de estudios astronómicos y
matemáticos. Mientras las demás niñas jugaban con muñecas, tocaban el
laúd o aprendían a servir el té, Zubeida tenía que pasar la tarde
sentada al lado de su madre, memorizándose las tablas de multiplicación o
leyendo libros de astronomía que la aburrían hasta desear la muerte. En
el hogar de la niña Zubeida no había paz, sino guerra continua. La
madre exigía disciplina y estudio, la hija quería juego y libertad. El
padre, como ocurre en estos casos, intentaba servir de intermediario,
pero el carácter de la madre era muy intransigente, casi militar.
En
el 1912, a los veinte años de edad, harta de una situación familiar que
le convertía la vida en un infierno, Zubeida se fugó de la casa
materna. Aunque joven y sin muchos conocimientos del mundo real, no era
tonta. Durante los primeros seis años estuvo con la tía de su mejor
amiga, la señora Latifa, quien la acogió como doncella. El marido de
esta tía era comerciante y poseía una pequeña flota de barcos, por lo
que Zubeida estuvo esos seis años visitando casi todos los puertos
musulmanes del Mar Mediterráneo. El séptimo año, durante una visita a la
ciudad costera de Tartus, en Siria, conoció al panadero más importante
del puerto y se enamoró. Obtuvo el permiso de la señora Latifa para
casarse y permanecer en Siria. Nunca jamás abandonó su amada ciudad de
Tartus.
La luz sagrada
Aziza
nació en Siria en 1936. Su padre era un próspero panadero que surtía
todos los barcos que llegaban al puerto, pero ningún miembro de la
familia quería que Aziza permaneciera el resto de su vida en ese puerto
incoloro y aburrido, donde todos los días transcurrían como si fueran el
mismo. El padre quería que su hija se casara con un joven emprendedor y
moderno, para que convirtiera su panadería en una cadena internacional
con representación en todos los puertos. Zubeida quería que su hija se
casara con un médico, porque decía que en todas las familias hacía falta
un doctor que también supiera de astronomía. Pero nadie se había dado
cuenta de la pasión de Aziza por la política. Desde niña le hablaba a
sus amigas del mucho amor que sentía por la Gran Patria Musulmana y de
la necesidad urgente de expulsar a los extranjeros impíos. Sobre
cualquier silla de la casa se trepaba para exhortar a la familia a
despojarse de sus manías occidentales y regresar a las sabias y antiguas
costumbres del Islam. Se negó a usar maquillaje –que de todos modos su
bello rostro no necesitaba–, rechazó la ropa francesa e insistió en
vestir la chilaba. Todos los años, gracias a los barcos de los amigos de
su padre, hacía el peregrinaje a La Meca.
Una
tarde en que acudió al despacho de su padre, en el puerto, se encontró
de frente con el general Abu Abdalá Ben Machal. El famoso revolucionario
panárabe había venido a comprar víveres para su ejército de
guerrilleros, que luchaba contra el gobierno títere y prooccidental de
Bagdad. Era muy alto, con brazos musculosos, y tenía el rostro
enfebrecido de aquellos que todos los días arriesgan sus vidas por una
causa; ella vestía la chilaba, pero llevaba la cabeza al descubierto y
los cabellos se le habían desparramado sobre los hombros. Él miró
fijamente, casi con dureza, los bellos ojos grandes, negros, radiantes,
que lo admiraban sin disimulo; ella le sostuvo la mirada. Dos meses
después, a eso de las cuatro de la mañana, Aziza se fugó con el general
iraquí y se fueron a luchar a Bagdad.
El destino
Fátima
nació en las afueras de Bagdad en 1973. Alumna aplicada, cuando estaba a
punto de terminar sus estudios preuniversitarios le expresó a sus
padres su sueño de ingresar a la mejor universidad de Irak. Gracias a
sus buenas calificaciones y a las influencias políticas de su padre
–heroico general retirado–, fue admitida a la Universidad de Bagdad y se
graduó con altos honores en 1995, a los veintidós años de edad. Ocho
años después, en 2003, se desempeñaba como abogada de los pobres cuando
comenzó la invasión norteamericana. De inmediato, tanto ella como sus
viejos padres se unieron a la resistencia. Recibió adiestramiento
militar en fábricas y almacenes vacíos; leyó libros sobre la guerra no
convencional y las tácticas de las guerrillas urbanas, que le regaló su
padre; aprendió a usar el fusil y el puñal; recibió lecciones sobre el
uso de explosivos. Sus padres fabricaban bombas caseras durante la noche
y espiaban a los invasores durante el día. La hermosa Fátima lo
aprendió todo muy rápido, como si llevara los conocimientos militares en
la sangre. Por eso ascendió a capitana en menos de un año, y recibió la
honrosa tarea de convertir el barrio más poblado de Bagdad en un
insoportable infierno en que la fuerza invasora norteamericana nunca
conociera el sueño ni el descanso.
El
21 de julio de 2004, a eso de las siete de la mañana, Fátima y quince
compañeros dormían en el piso de la mansión abandonada que usaban de vez
en cuando como escondite. Tenían mucho sueño porque habían pasado la
noche entera, hasta el amanecer, hostigando al enemigo en las calles con
bombas que accionaban por control remoto. En la habitación de al lado
su madre, Aziza, fabricaba bombas caseras. El padre de Fátima caminaba
con un bastón cerca de los edificios del gobierno, jugando el papel de
anciano senil y jubilado. En realidad inspeccionaba los blancos
militares que le sugeriría a su hija para esa noche, los cuales
retrataba con la cámara minúscula que ocultaba en el bastón.
A
pesar de su sueño profundo, Fátima se despertó cuando creyó escuchar un
ruido en la puerta principal de la casa. Luego oyó botas en el pasillo
que estaba a su derecha. Descalza, con el largo cabello negro cayéndole
sobre los hombros, agarró su puñal y se puso de pie. Sus compañeros
abrieron los ojos y se sentaron en silencio: apuntaron sus rifles en la
dirección de los pasos desconocidos que se acercaban. Sin pensarlo, casi
por instinto, Fátima se colocó detrás de la puerta y esperó. De pronto
vio la figura humana que abría la puerta. Ambos giraron rápidamente,
pero ella fue más veloz. Colocó la afiladísima punta de su puñal sobre
el corazón del capitán Farel, y con la otra mano le apretó la garganta
para que no hiciera ruido. Sus quince compañeros, ahora de pie,
apuntaban sus rifles a la cabeza del militar. Con mucha dificultad,
porque casi no podía respirar, el
Capitán suplicó en voz muy baja:
–Por favor, no te he hecho nada. No me mates.
Fátima concentró la mirada sobre la boca de su enemigo, como si intentara leerle los labios. El
Capitán insistió:
–Por favor, vine a ayudarte.
Fátima
escuchó ruidos en el pasillo. Con un movimiento instantáneo, casi
invisible, empujó el puñal con todas sus fuerzas y lo hundió en el
corazón del capitán Farel, quien cerró los ojos y cayó al suelo sin
decir palabra. La mujer no tuvo tiempo para mirar el cadáver del hombre a
quien había matado: las botas de otros invasores se acercaban
rápidamente al aposento. Ella y sus compañeros, que conocían todas las
puertas y ventanas de la casa, huyeron descalzos, sin que el enemigo los
escuchara.
Esa noche, sin
saber que había vengado la muerte de su antepasado el capitán Esmat
Nazif, quien 205 años antes había perecido a manos del invasor francés
Philippe Farel, Fátima y sus compañeros se escondían en la azotea de una
casa de Bagdad, esperando a que llegara la hora de lanzar un nuevo
ataque contra el ejército extranjero. La ex abogada, con el pelo
recogido en la nuca, bebía té, miraba las estrellas y descansaba sentada
en el suelo. Uno de sus guerrilleros, Omar, que había sido maestro de
escuela primaria hasta el día de la invasión norteamericana, se sentó a
su lado con una taza de té y también miró al cielo. Era una noche
tranquila, clara, silenciosa. Ambos contemplaban las estrellas sin
hablar. De pronto, Omar preguntó en voz baja, con un poco de tristeza:
–¿Qué te dijo?
–No sé –respondió Fátima, un poco incómoda–. No entiendo inglés.
FIN
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