Por: Trino Márquez - @tmarquezc - El mundo entero está conmovido por el comportamiento criminal de Muamar Gadafi con los manifestantes –llamados por él ratas y a quienes ordenó aniquilar- que reclaman cambios políticos y socioeconómicos en Libia, tras 42 años de despotismo de ese ególatra absolutamente desquiciado. Sin embargo, la izquierda mundial o guarda un silencio cómplice frente a esos asesinatos en masa o los aplaude, como hizo Daniel Ortega, para quien -después de haber violado y maltratado a su hijastra cuando era niña- los bombardeos sobre la población civil de Trípoli le deben parecer una menudencia. El teniente coronel vernáculo rompió relaciones con Israel cuando este país bombardeó el Líbano, en 2006, tratando de castigar a Hezbolá. La condena a esos ataques fue general, pero pocos países tomaron una decisión tan drástica. Ni siquiera las naciones de la Liga Árabe lo hicieron. Ahora el coronel Gadafi comete actos de genocidio contra su propio pueblo, indefenso y humillado por él durante décadas, y Hugo Chávez permanece callado. Ni la menor condena. Peor aún, Nicolás Maduro –subalterno del comandante- actúa como si fuese también el canciller del tirano libio. Declara que Gadafi no está en Venezuela, sino en Libia “haciendo frente a la situación”. ¿Hacerle frente a la situación es matar a la gente que sale pacíficamente a reclamar cambios justos? ¿Está adelantándose ese funcionario a lo que podría ocurrir en Venezuela en 2012, en caso de la oposición ganar las elecciones de ese año? Esa es una izquierda cínica, que se encoleriza cuando los cuerpos de seguridad de los países desarrollados reprimen con el agua de las ballenas y bastonazos a los manifestantes antiglobalizadores, en las oportunidades en las que se reúne el G-8 o el G-20, pero que enmudece ante los crímenes de esos íconos de la “revolución” como Gadafi o Fidel Castro. Este último, conmocionado por lo que ocurre en Libia, atinó a decir algo muy original: el imperialismo norteamericano y europeo están planificando el asalto al país del norte de África. Vaya, vaya. Dentro de esa izquierda troglodita se encuentran los relativistas y los multiculturalistas, quienes deben de estar devanándose los sesos para explicar lo que ocurre en Libia. Durante décadas han dicho que el bienestar, la libertad y la democracia, son valores propios de Occidente, imposibles de trasladar a otras sociedades acostumbradas a la pobreza y al autoritarismo. En Libia y otros países de la región se han desatado poderosos movimientos sociales -al frente de los cuales se encuentran jóvenes y adultos de mediana edad- que reclaman derechos universales. Son masas cercadas por la pobreza, excluidas de la posibilidad de mejorar su calidad de vida, y sometidas a la represión y la exclusión política. Esa gente enardecida demanda oportunidades de trabajo para no verse forzada a emigrar hacia Europa, y exige democracia y libertad. El programa democrático de esos movimientos aún no aparece claro y es probable que ni siquiera cristalice en el futuro inmediato. En Túnez, Egipto, donde ya triunfaron los opositores, y en Yemen, Marruecos, Jordania y Libia, donde crece la protesta, nunca existió una sociedad civil fuerte y bien tramada, claramente separada del Estado y de la religión; tampoco hubo partidos políticos de alcance nacional que expresaran las aspiraciones de los ciudadanos, o medios de comunicación independientes con capacidad de juzgar la actuación de los gobiernos. El Estado de Derecho y la independencia de los poderes, propios de las repúblicas, también ha brillado por su ausencia. Esas sociedades han vivido dominadas por el verticalismo y las autocracias en sus formas más ominosas. En esas satrapías se ha mezclado el oscurantismo religioso con la ambición desmedida de poder de sus dictadores, quienes han organizado Estados policiales para reprimir y atemorizar a los ciudadanos. Son sociedades cerradas, en los términos de Popper. En estas condiciones no es posible que surja una cultura libertaria, ni se formen valores democráticos como los que prevalecen en Occidente. En medio de tal precariedad, esos pueblos han tenido el arrojo de insubordinarse contra déspotas eternizados en el poder mediante la militarización y el terrorismo de Estado, para exigir mejoras económicas y sociales y cambios en el petrificado sistema político. Queda claro que los ciudadanos de Libia y el resto de la región no son extraterrestres, ni poseen otros cromosomas o genes distintos a los del resto de los humanos, sino que, así como todos los seres inteligentes, aspiran a disfrutar del bienestar que ofrece el mundo moderno y a la libertad de elegir y cambiar sus gobernantes cada cierto tiempo, tal como sucede en la mayor parte del planeta. La conquista de otros derechos civiles y humanos, como la libertad de culto, de pensamiento, de expresión, de información o de asociación, la igualdad entre los géneros, y otros valores establecidos en la legislación internacional, vendrán luego. Probablemente se los propongan los sectores políticos más esclarecidos en el futuro cercano. La izquierda troglodita quisiera que en todos los países del mundo haya bastante miseria, así se sentirían tranquilos cuando justifiquen el autoritarismo de autócratas como Gadafi, Castro y Chávez.
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