La madre se quedó en una pieza. Tantos años intentando acostumbrarla a la frugalidad y a la sencillez, y ahora la niña quería un burdel para su cumpleaños. De seguro se había enterado en la escuela. Y es que de nada vale afanarse en casa porque los muchachos no aspiren esos lujos que están más allá de nuestro exiguo presupuesto; sobre todo cuando crecen y ven que sus compañeros de escuela pueden disfrutar de regalos y viajes costosísimos, impensables para los que ahorramos centavo a centavo. De seguro alguna niña rica que habrá llegado esta mañana al salón de clases ufanándose del burdelito que le ha regalado su papá, con putas de lujo y todo. Para que ahora nuestra niña, ésa a la que creíamos haber acostumbrado, con dignidad y sin prejuicios, a sus vestidos de dos por uno y a los paseos los domingos, cuando se pueda, porque ahorita tu papá está muy apretado con los gastos de la casa, esa misma niña, se había ilusionado con tener su propio burdel. Y cómo decirle que no, si era tan aplicada en la escuela y, además, cuando regresaba, ayudaba en los quehaceres de la casa, y por las tardes, después de bañarse solita, se iba a la mesa del comedor, bien peinadita, a hacer sus tareas. Y los fines de curso aquello era para andar como un pavo real, cada vez que las maestras se acercaban a una para multiplicarse en elogios por esa hija suya que Dios se la guarde. Entonces, ¿con qué cara negarle ahora ese regalo? Ese mismo regalo con el que ella también había soñado siendo niña, sólo que ella había sido toda pereza y desaliño, y no le había quedado más que rumiar su despecho cada vez que su propia madre, por el contrario, le echaba en cara lo obediente y aplicada que era Ernestica, la de la señora Pérez: “Si te comportaras como ella, yo te aseguro que ya tu papá habría hecho un sacrificio y tú también tendrías tu burdel, pero no”. Ya llevamos dos años postergándole a nuestra hija un regalo digno por sus buenas calificaciones y su comportamiento ejemplar, y yo sé que ella no nos está pidiendo ese burdel por eso ni porque sea caprichosa ni porque no considere el sacrificio que hacen sus padres para tenerla en esa escuela, yo sé que no. Se ilusionó con tener su propio burdel, eso es todo, como nos pasó a todas a su edad. Entonces, mamá, ¿me lo van a regalar? Dile a mi papá que si quiere no me dé nada de plata para comprar chucherías, que yo me aguanto con este uniforme dos años más; que me voy a mantener delgada para que me ajuste. Anda, dile, mamá, convénselo, mira que ya casi todas las de mi salón tienen uno y en el recreo no hacen otra cosa que hablar de sus orgasmos, y una allí escuchando nada más, rogando que no vengan a preguntarle a una, burlándose: “¿Y a ti como que todavía no te han regalado tu burdel?”. Esta noche llamo a Pedro y se lo digo seriamente, que hay que hacer el sacrificio, que no es sólo porque se lo merezca (que bien merecido se lo tiene), sino porque ya va siendo hora, chico, de que la niña tenga sus cosas. Dime tú, ¿qué necesidad tiene ella de estar pasando penas con sus compañeritas? Que, dicho sea de paso, no le llegan ni por los pies a mi Rosita, y ahí las tienes tú, cada una con su propio burdel. Sí, tú tienes razón, ya es hora. Pero no le adelantes nada, dile sólo que vamos a ver, que a lo mejor. Mientras tanto yo me pondré a trabajar unas horas extras cada noche y cuando le celebremos el cumpleaños y apague las velas de su torta y todos la estén felicitando, tú y yo le vamos a dar ese sorpresón. Eso sí, que lo estrene con sus primitos y con sus amiguitos de la cuadra primero, para que vaya agarrando confianza y aprenda bien.
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